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Érase una vez por Gemma Lienas
lunes 26 de abril de 2010.Gemma Lienas.
Érase una vez un reino extraño en el que cualquier cosa anunciada por la ministra de Igualdad aparecía tergiversada.
De este modo los todólogos de las tertulias disponían de munición para sus debates y, como si fueran reinas de corazones, podían gritar: "¡que le corten la cabeza!".
En nuestro país ocurre algo parecido.
Por ejemplo, si dicho ministerio, aliándose con la FETE-UGT y el Instituto de la Mujer, promueve una lectura crítica de los relatos populares, los medios de comunicación publican que pretende erradicarlos de los colegios, y la ciudadanía sale a defender con los dientes el derecho de las criaturas a leer la ficción de Barba Azul y a conocerla tal como fue concebida.
Antes de sufrir un ataque de histeria colectivo, conviene tomar conciencia de ciertos aspectos básicos de lo que damos en llamar cuentos infantiles y de lo que imaginamos su forma inmutable.
Primero, esas historias que consideramos infantiles no lo son.
Se originaron en tiempos remotos para ser contadas por y para personas adultas al calor del fuego, al que, obviamente, también acudían niños y niñas.
Y puesto que nacían en el seno de las clases menos favorecidas, en ellas los personajes humildes gozaban de mejores y más nobles cualidades que los poderosos.
Por esa razón, las clases dominantes despreciaban tales relatos, que, pese a ello, acababan, por boca de las niñeras, en los oídos de la prole de los ricos.
Así, calificamos de infantiles narraciones que tenían una clara voluntad iniciática para jóvenes. Narraciones que, como Cenicienta, previenen contra el incesto o que, como Blancanieves, cuentan el suicidio de esa joven embarazada y abandonada por el príncipe.
Segundo, aunque tengamos la convicción de que la fábula ha sido siempre como la conocemos, no es así.
Uno de los primeros en recopilar esas narraciones fue Perrault, un académico francés que eligió entre las versiones existentes (había 2 de cada cuento: una para mujeres y otra para hombres) las que mejor encajaban con los valores dominantes de su época y de su clase social: las que presentaban un modelo de sumisión femenina.
Veamos un ejemplo a partir de su famosa Caperucita, que, según Bettelheim, autor de Psicoanálisis de los cuentos de hadas, tiene su origen en una leyenda fechada en 1203 y que Perrault conocía.
En la historia primigenia, Caperucita llega a casa de su abuela, se desnuda a instancias del lobo y se mete en la cama con la bestia.
Ya bajo las mantas, la niña se sorprende del cuerpo del otro:
¡qué brazos tan grandes tienes!
Son para abrazarte mejor;
¡Qué boca tan grande tienes!
Es para comerte mejor.
Entonces, la chiquilla anuncia una necesidad imperiosa, por lo que él le ata una cuerda a una pierna y la deja salir.
Ya fuera, se desata y huye.
En la de Perrault, Caperucita se desviste y se encama con el lobo.
Luego, se sorprende de las dimensiones del compañero (¡Qué ojos...! ¡Qué orejas...! ¡Qué boca...!) y éste se la zampa.
Así, en la primera interpretación, Caperucita se iniciaba sexualmente y, luego, escapaba del control del lobo.
En la de Perrault, en cambio, plegándose a la moral de orden cristiano y de dominación masculina, la muchacha practica sexo, pero es castigada por hacerlo.
En el siglo XVIII, a partir de las ideas de Rousseau y Locke, se desarrolla una literatura infantil pensada para dar pautas de comportamiento rígidas y los hermanos Grimm, como recopiladores, cumplen con esas normas.
Así, Caperucita se transforma de nuevo.
La niña llega a casa de la abuelita y, junto a la cama del lobo, se asombra de las dimensiones de su cuerpo. Éste la devora. Finalmente, un leñador la saca de la barriga del animal.
Ahora, nuestra protagonista ya es casta y, sin embargo, su curiosidad es sancionada; por fin, un hombre le concede el perdón y la libera.
Así que, ya ven, cada época reinterpreta esas historias tradicionales.
¿Por qué no habríamos de hacerlo nosotros a la luz de la igualdad de sexos?
Detengamos, pues, a la reina de corazones: ¡que no le corten la cabeza a la ministra!
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