Como el que no quiere la cosa, el Gobierno ha subido el IBI a casi todos los inmuebles de España para mejorar las finanzas de los municipios.
Una vez más -y van tropecientas-, la vivienda, pese al apoyo constitucional, sirve de maná a los manirrotos ediles municipales, que desde que empezó la crisis lloran como plañideras su penuria fiscal por el derrumbe del ladrillo.
En Francia se suele decir con acierto que "cuando la construcción va, todo va".
Tiene sentido, por su propia importancia, y por las grandes sinergias que crea en otros sectores, oficios y profesiones.
La crisis actual, en vías de recesión, apremia la reactivación y refundación de un sector que ha sufrido la pérdida de 1 millón y medio de empleos desde 2007, el cierre de la mayoría de las grandes empresas y del 90% de las pymes inmobiliarias, porque sin él no cabe la recuperación.
Se requiere para ello el apoyo de las entidades financieras, ahora con más ladrillo que dinero, y más dedicadas a fortalecer sus balances que a conceder créditos, porque el ladrillo acumulado, a modo de colesterol, impide el flujo financiero.
Habría que exigir mayor responsabilidad a la banca para añadirla a las medidas adoptadas por el Gobierno -prolongar el IVA al 4% para la compra de vivienda nueva y generalizar la deducción por compra de vivienda habitual en el IRPF- y, aun así, quizá sea insuficiente para resucitar a un sector que sufre una atenazante sobreimposición.
El incremento aplicado al IBI por medio del Real Decreto-Ley 20/2011, agravando la carga fiscal hasta en un 10% por la titularidad de la vivienda, favorecerá a las arcas municipales, pero reincide en el tratamiento fiscal excesivo y discriminatorio que recibe la vivienda de la Hacienda territorial, algo que resulta inconcebible por su protección constitucional y por el especial protagonismo que tiene en el crecimiento económico.
La Hacienda municipal gravita en torno a los inmuebles, que están omnipresentes en todos los impuestos, salvo el de vehículos.
Ya desde el inicio de la construcción, sin que ocurra con la producción de ningún otro bien, se exige la tasa por licencia de obras: no bastando, se añade el impuesto sobre construcciones, instalaciones y obras.
El IAE se devenga por construir, como en cualquier otra actividad, pero al contrario que en las demás, los constructores no pueden vender los inmuebles sin pagar también por la promoción, y no solo una cuota, sino 2 -única excepción de las tarifas-: una cuota fija por la promoción y otra variable por los m2 vendidos. ¿Se paga algún impuesto por la titularidad de un bien? No, solo cuando se trata de inmuebles y vehículos.
El IBI, de estimable cuantía, se paga anualmente por la titularidad del derecho de uso, sin que se apliquen tipos impositivos más reducidos a la vivienda habitual, cuando muchos ciudadanos pueden carecer de rentas, incluso deber por la vivienda más de lo que en el mercado vale.
Más incomprensible resulta que los constructores y promotores se vean obligados a pagar el IBI por los inmuebles en stock pendientes de venta, cuando en ningún otro impuesto se condena a los productores a pagar un tributo anual por las existencias que, a su pesar, no han podido vender.
Por el beneficio obtenido al vender un bien duradero se ha de pagar el IRPF o el impuesto sobre sociedades, pero, ¿no es una barbaridad que tratándose de un inmueble se exija, además, la llamada plusvalía municipal?
¿Y no es aberrante que este impuesto se haya de pagar aun teniendo pérdidas, porque la norma actúa extramuros de la realidad?
La vivienda tampoco se libra del ansia de las comunidades autónomas, que la distinguen con trato extravagante y disuasorio.
En el impuesto sobre transmisiones patrimoniales se gravan las segundas y sucesivas transmisiones de inmuebles, y la constitución de derechos reales, con un tipo de gravamen del 6%, que en la práctica las comunidades han elevado al 7% u 8%, frente al tipo del 4% que se exige para las mismas operaciones sobre otros bienes.
Y como el impuesto sobre actos jurídicos documentados recae sobre los documentos -notariales, mercantiles y administrativos-, los inmuebles, que sufren un sucesivo empleo documental, soportan una carga en cascada acrecentando la factura fiscal y, por ende, el coste de la vivienda.
El análisis de la fiscalidad inmobiliaria denota la multiplicidad de tributos sobre un mismo hecho imponible y el gravamen de rendimientos presuntos, incluso inexistentes, a tipos impositivos superiores a los que se aplican a otras categorías de bienes, quebrando el principio de neutralidad. Esta discriminación es más repudiable tratándose de la vivienda, que debería gozar un tratamiento benefactor.
La recuperación económica y la justicia tributaria exigen que se emprenda una reforma integral que alumbre un tratamiento más simple, coordinado y justo para los inmuebles y, en particular, para la vivienda.
Que racionalice los beneficios fiscales;
que elimine los casos de doble imposición;
limite la voracidad fiscal;
apruebe alícuotas más reducidas para la vivienda;
grave valores patrimoniales netos y no brutos;
suprima tipos incrementados en los tributos autonómicos y, en general, elimine aspectos discriminatorios que elevan injustamente el coste inmobiliario.
Con ello se facilitaría la recuperación económica, se crearía empleo y la vivienda recibiría el digno tratamiento que le otorga la Constitución.