martes, 7 de septiembre de 2010

La Iglesia católica y el Divorcio

http://www.corazones.org/diccionario/divorcio.htm

Divorcio es la separación legal de los esposos.

Edición diaria de «L’Osservatore Romano» en italiano, traducida por Zenit.

La mayoría de los países permiten el divorcio civil y lo regulan en algún grado por medio de la ley civil.
Muchas iglesias cristianas interpretan el divorcio civil como el fin del matrimonio y permiten un segundo matrimonio.
La Iglesia Católica no acepta que el divorcio civil nulifique el matrimonio.
No puede disolver los vínculos matrimoniales ya que estos proceden de Dios.
"Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre".

La Iglesia reconoce que en algunas circunstancias muy graves es necesaria la separación y la protección de quién corra peligro de ser maltratado.
No por ello se disuelven los vínculos matrimoniales.

La Iglesia puede conceder la nulidad matrimonial cuando el matrimonio, desde el principio, careció de un elemento esencial para su validez.
Si el matrimonio ha sido anulado ambos pueden quedar libres para casarse.
El Tribunal puede, sin embargo, establecer condiciones o negar el matrimonio eclesiástico si considera que existen impedimentos para ello.

El Catecismo presenta el divorcio entre las ofensas contra la dignidad del Matrimonio, en la sección del Sexto Mandamiento:

2382 El Señor Jesús insiste en la intención original del Creador que quería un matrimonio indisoluble,[128] y deroga la tolerancia que se había introducido en la ley antigua.[129] 1614

Entre bautizados católicos, "el matrimonio rato y consumado no puede ser disuelto por ningún poder humano ni por ninguna causa fuera de la muerte".[130]

2383 La separación de los esposos con permanencia del vínculo 1649 matrimonial puede ser legítima en ciertos casos previstos por el Derecho Canónico.[131]

Si el divorcio civil representa la única manera posible de asegurar ciertos derechos legítimos, el cuidado de los hijos o la defensa del patrimonio, puede ser tolerado sin constituir una falta moral.

2384 El divorcio es una ofensa grave a la ley natural.
Pretende romper 1650 el contrato, aceptado libremente por los esposos, de vivir juntos hasta la muerte.
El divorcio atenta contra la Alianza de salvación de la cual el matrimonio sacramental es un signo. El hecho de contraer una nueva unión, aunque reconocida por la ley civil, aumenta la gravedad de la ruptura: el cónyuge casado de nuevo se halla entonces en situación de adulterio público y permanente:
Si el marido, tras haberse separado de su mujer, se une a otra mujer, es adúltero, porque hace cometer un adulterio a esta mujer; y la mujer que habita con él es adúltera, porque ha atraído a sí al marido de otra.[132]

2385 El divorcio adquiere también su carácter inmoral a causa del desorden que introduce en la célula familiar y en la sociedad.
Este desorden entraña daños graves: para el cónyuge, que se ve abandonado; para los hijos, traumatizados por la separación de los padres, y a menudo viviendo en tensión a causa de sus padres; por su efecto contagioso, que hace de él una verdadera plaga social.

2386 Puede ocurrir que uno de los cónyuges sea la víctima inocente del divorcio dictado en conformidad con la ley civil; entonces no contradice el precepto moral.
Existe una diferencia considerable entre el cónyuge que se ha esforzado con sinceridad por ser fiel al sacramento del Matrimonio y se ve injustamente abandonado y el que, por una falta grave de su parte, 1640 destruye un matrimonio canónicamente válido.[133]

La Iglesia debe acoger con amor a los divorciados vueltos a casar y ayudarles a vivir el sufrimiento provocado por no acceder a la comunión
Por Benedicto XVI, 25 Julio, 2005
Sabemos todos que éste es un problema particularmente doloroso para las personas que viven en situaciones en las que son excluidas de la comunión eucarística y naturalmente para los sacerdotes que quieren ayudar a estas personas a amar a la Iglesia, a querer a Cristo.

Esto plantea un problema.
Ninguno de nosotros tiene una receta, en parte porque las situaciones son siempre diferentes. Diría que es particularmente dolorosa la situación de los que se casaron por la Iglesia, pero no eran realmente creyentes y lo hicieron por tradición, y luego, encontrándose en una nueva boda no válida se convierten, encuentran la fe y se sienten excluidos por el sacramento.

Éste realmente es un sufrimiento grande y cuando era prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe invité a muchas Conferencias episcopales y especialistas a estudiar este problema: un sacramento celebrado sin fe.

No me atrevo a decir si realmente se pueda encontrar aquí un motivo de invalidez porque en el sacramento faltó una dimensión fundamental.
Personalmente yo lo pensé, pero con las discusiones que hemos tenido he comprendido que el problema es muy difícil y que tiene que todavía hay que profundizar en él.
Ahora bien, dada la situación de sufrimiento de estas personas, es necesario profundizar en ello.

No me atrevo a dar ahora una respuesta, en cualquier caso me parecen muy importantes 2 aspectos.
El primero: aunque no puedan recibir la comunión sacramental no están excluidos del amor de la Iglesia y del amor de Cristo.
Una Eucaristía sin la comunión sacramental inmediata ciertamente no es completa, falta algo esencial.
Sin embargo también es verdad que participar en la Eucaristía sin comunión eucarística no es igual a nada, implica estar siempre implicados en el misterio de la Cruz y de la resurrección de Cristo.
Siempre es participación en el gran sacramento en su dimensión espiritual y pneumática; también en su dimensión eclesial, aunque no estrictamente sacramental.

Y puesto que es el Sacramento de la Pasión de Cristo, el Cristo doliente abraza de modo particular a estas personas y se comunica con ellas de otro modo, pueden sentirse así abrazadas por el Señor crucificado que cae a tierra y muere y sufre por ellos, con ellos.
Hace falta, pues, dar a entender que aunque desafortunadamente falta una dimensión fundamental, no están excluidos del gran misterio de la Eucaristía, del amor de Cristo aquí presente.
Esto me parece importante, como es importante que el párroco y la comunidad parroquial hagan experimentar a estas personas que, por una parte, tenemos que respetar el carácter indivisible del sacramento y, por otra parte, que queremos a estas personas que también sufren por nosotros.
Y tenemos que sufrir con ellos, porque dan un testimonio importante, porque sabemos que en el momento en que se cede por amor se comete una falta contra el mismo sacramento y entonces la indisolubilidad aparece cada vez menos verdadera.

Conocemos no sólo el problema de las comunidades protestantes sino también de las Iglesias ortodoxas que son presentadas a menudo como modelo en el cual se tiene la posibilidad de volverse a casar.
Pero sólo la primera boda es sacramental: también ellos reconocen que los otros no son sacramento, son matrimonios en modo reducido, redimensionados en una situación penitencial: en cierto sentido pueden ir a la comunión pero sabiendo que ésta es concedida «en economía» --como dicen-- por un acto de misericordia que, sin embargo, no quita el hecho de que su boda no es un sacramento.

Otro punto que afecta a las Iglesias orientales sobre estos matrimonios es que han concedido la posibilidad de divorcio con gran ligereza y, por lo tanto, el principio de la indisolubilidad, verdadera sacramentalidad del matrimonio, queda gravemente herido.
Por una parte, pues, están el bien de la comunidad y el bien del sacramento que tenemos que respetar y por la otra el sufrimiento de las personas a las que tenemos que ayudar.

El segundo punto que tenemos que enseñar y también hacer creíble para nuestra misma vida es que el sufrimiento, forma parte necesariamente de nuestra vida en muchas formas.
Y éste es un sufrimiento noble, diría yo.
De nuevo hace falta hacer entender que el placer no lo es todo.
El cristianismo nos da alegría, como el amor da alegría. Pero el amor también es siempre renuncia a sí mismo.
El mismo Dios nos ha dado la fórmula de qué es amor: quien se pierde a sí mismo se encuentra; quien asegura su vida se pierde.

Siempre es un éxodo y por lo tanto también un sufrimiento.
El gozo verdadero es una cosa diferente del placer, la alegría crece, madura siempre con el sufrimiento en comunión con la Cruz de Cristo.
Sólo aquí nace el gozo verdadero de la fe, de la que tampoco están excluidos si aprenden a aceptar su sufrimiento en comunión con el de Cristo.

Edición diaria de «L’Osservatore Romano» en italiano, traducida por Zenit.

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