La reciente sentencia de 29 de
abril de 2013 de la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo concluía en su fallo
que la custodia compartida “habrá de considerarse normal e incluso deseable,
porque permite que sea efectivo el derecho que los hijos tienen a relacionarse
con ambos progenitores, aun en situaciones de crisis, siempre que ello sea
posible y en tanto en cuanto lo sea”.
De esta manera, parece allanarse el
camino hacia la reforma del Código Civil anunciada por el ministro de Justicia
y que vendría a romper con el carácter excepcional que dicho modelo de guarda y
custodia tiene en nuestro ordenamiento, con la excepción de Cataluña, Aragón y
Valencia.
Una propuesta que lleva años generando una intensa polémica que, debo
confesar, he contemplado en ocasiones con una cierta perplejidad, la misma que
me asalta por cierto cuando compruebo que prácticamente en un 90% de los
procesos matrimoniales la custodia de los hijos se atribuye de manera exclusiva
a la madre. Por una parte, me cuesta entender la posición de ciertos sectores
feministas que de manera muy radical han hecho bandera de la oposición a esta
medida. Por otra, me ha resultado paradójico que determinados colectivos de
padres la reclamen insistentemente sin que previamente, me temo, se hayan
cuestionado el papel que muchos de ellos desempeñaron en la familia antes de
que se rompiera la convivencia. Y sobre todo me resulta como mínimo inquietante
que hombres que no se han caracterizado por su militancia en la igualdad usen
este principio como argumento de sus reivindicaciones.
La intensidad del debate nos
demuestra que la custodia compartida incide en el corazón mismo de la
desigualdad de género, es decir, en la esencia de un contrato social que
todavía hoy sigue estando precedido de un “contrato sexual” que establece un
orden binario y jerárquico entre lo
público y lo privado, entre lo masculino y lo femenino, entre el papel de
sustentador y el de cuidadora.
Porque es precisamente en el mantenimiento de
esas estructuras patriarcales donde sigue radicando el origen de la mayor parte
de las discriminaciones que sufren las mujeres y es por tanto donde sería necesario
incidir de manera activa.
Es decir, cuando nos planteamos el horizonte de
alcanzar una democracia paritaria no deberíamos perder de vista que sus
principales objetivos pasan por la redefinición de las relaciones entre los
espacios públicos y privados, lo cual ha de incidir no sólo en la revisión del
tradicional Derecho de Familia sino también en la misma construcción de las
subjetividades masculina y femenina.
Unos objetivos que han de tener una
singular proyección en la definición social y cultural de la masculinidad, en
la medida en que nosotros, mientras que las mujeres se han ido incorporando
progresivamente a lo público, seguimos sin hacerlo a lo privado con la plena
asunción de responsabilidades que ello implica.
Por lo tanto, el gran reto
ligado inexorablemente a la democracia paritaria es evolucionar desde el
jerárquico contrato sexual a lo que María Pazos ha denominado “un pacto de
personas sustentadoras y cuidadoras en condiciones de igualdad”.
Ese pacto debería pues
mantenerse, siempre que sea posible, cuando se rompa la convivencia, de manera
que el padre y la madre se repartan de manera corresponsable los derechos y
obligaciones con respecto a los hijos y las hijas. Sólo así quedarían satisfechos 2
objetivos que deberíamos contemplar en
paralelo:
1º) el derecho de la madre a continuar con su vida laboral o
profesional sin que las responsabilidades familiares constituyan una limitación
y, por tanto, sin que la asunción de la custodia de manera exclusiva acabe
convertida en una trampa;
2º) el derecho del padre a mantener una relación
continuada con sus hijos así como su deber de cumplir con las responsabilidades
de cuidador.
Todo ello, además, contribuiría a la superación de una concepción
biologicista del papel de cuidadora de la mujer y la aceptación progresiva de
que el “maternaje” supone un conjunto de habilidades y capacidades que también
pueden ser adquiridas y desarrolladas por el varón.
De acuerdo con estos
presupuestos, la custodia compartida es
el régimen que mejor se ajusta a un modelo de convivencia en el que el padre y
la madre comparten derechos y obligaciones. Un modelo que en la práctica, no
nos engañemos, es tremendamente complicado y mucho más en un contexto de
crisis. En todo caso, las dificultades cotidianas habrían de resolverse,
siempre que fuera posible, a través de la negociación entre iguales. Una
negociación que no podrá perder de vista el interés superior del
menor y que no podrá quedar a expensas de la satisfacción egoísta de los
intereses, en muchos casos puramente económicos, de los progenitores. De ahí también la utilidad que en muchas
ocasiones tendrán técnicas aún poco exploradas en nuestro sistema como la
mediación familiar, asumiendo en todo caso que la “biparentalidad perfecta”,
que diría el sociólogo Lluis Flaquer, es un mito y que el proceso de
socialización de nuestros hijos e hijas es más bien una permanente suma de
errores y aprendizajes
La custodia compartida debería
ser pues el modelo hacia el que debería tender nuestro Derecho de
Familia en
cuanto que es el que mejor garantiza la igualdad de ambos progenitores y
en
cuanto que, entre otras cuestiones, mejor puede facilitar que tanto el
padre
como la madre -o los 2 padres o las 2 madres- puedan conciliar su
vida profesional con la personal y familiar. Una concilación que
permitirá satisfacer de manera más plena y satisfactoria los intereses y
necesidades de los menores.
Ahora bien, ello no quiere decir que siempre sea posible o que sea en todas las ocasiones el que mejor se ajuste a la realidad de cada familia. Parece evidente que no cabría establecerla no sólo en los casos extremos en los que el padre haya sido por ejemplo condenado por violencia de género sino también en aquellas parejas en las que quede suficientemente demostrado que, durante la vida en común, él hizo permanente dejación de sus responsabilidades de afecto y cuidado. Es decir, en este caso la “diligencia del buen padre de familia”, entendida en los términos de corresponsabilidad que aquí defiendo, debería convertirse en criterio decisivo para posibilitarla.
De lo contrario, caeríamos en la gran paradoja de
que tras la separación se le reconociera al padre la capacidad para cumplir con
las obligaciones que con carácter previo no satisfizo
convenientemente.
De la misma manera, también debería valorarse de qué forma
ambos progenitores favorecen o dificultan el razonable ejercicio de la corresponsabilidad
frente a los hijos.
Estamos pues ante una cuestión
terriblemente compleja y ante la que sería deseable mantener posiciones
matizadas y flexibles. No cabe duda de que a pesar de los cambios
sociales
operados en las últimas décadas, y de que por lo tanto cada día es más
fácil
encontrar hombres que ejercen su paternidad de manera responsable, un
elevado
número de familias siguen respondiendo a los esquemas que durante siglos
prorrogaron la ausencia del padre y la entrega de la madre. Son esos
esquemas
los que necesitamos hacer añicos y reconstruir desde una visión de la
familia
como pacto de convivencia entre iguales. Un pacto que, por cierto, es
mucho más habitual en las familias constituidas entre personas del mismo
sexo. Sólo así iremos poniendo las bases
para que la custodia compartida, más allá de lo que pueda decir el
legislador
o dictar un juez, se convierta en la
consecuencia lógica de un diligente y por tanto corresponsable ejercicio
de la
parentalidad.
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