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Custodia compartida
Viernes 28 de enero de 2011.ANTONIO GRACIA
Toda separación matrimonial es un fracaso de 2 seres que intentaron acertar y no lo consiguieron.
Los 2 son responsables -aunque, en muchas ocasiones, haya, en verdad, un solo causante o "culpable"-; y así deben aceptarlo, por mucha sangre que se llore al asumirlo.
Me parece lógico que, para autoafirmarse -aunque en ilegítima defensa-, un excónyuge mate sicológicamente al otro; pero no debe "matar" al padre -o la madre- de sus hijos; esto es tanto como desampararlos.
Por lo tanto, la separación sólo debe producirse entre los cónyuges, no entre estos y sus hijos. El niño debe tener un hogar mental afectivo aunque esté físicamente en las 2 casas de sus padres, que nunca deben tener las puertas cerradas para él.
Cómo se las arreglen estos es cosa que debe empezarse desterrando probables traumas y rencores, y evitando dividir salomónicamente al hijo.
Desgraciadamente, igual que no hay escuelas en las que se enseñe qué cosa responsable es la matrimonialidad, la maternidad y la paternidad, tampoco hay cursos que enseñen a comportarse tras el descasamiento: que cuando 2 personas deciden vivir juntas es para estar mejor que separadas, y cuando eligen separarse es para estar mejor que juntas, no para seguir batallando esgrimiendo el pasado como un presente continuo.
Así, los platos rotos de las desavenencias suelen caer, antes o después, voluntariamente o no, sobre los hijos.
Si estos pasan a vivir con uno de los padres, no es inusual que al otro ni se le nombre y pase a ser, con el tiempo, un visitante circunstancial, un transeúnte de su vida que llega a convertirse en un intruso del nuevo estatus, conseguido a base de engaños, autoengaños y lágrimas ocultas.
El excónyuge con el que vive el hijo acaba por creer que este le pertenece; y contra esa posesión sólo cabe decir: "¿Cuándo vas a aceptar que no eres su dueño sino, como yo, la mitad de su desgracia?"
Y el hacha de guerra que tal vez nunca existió de forma cruenta empieza a ensangrentarse. Padres e hijos van distanciándose hasta desconocerse.
El resultado de este proceso es que muchos progenitores, hundidos en su impotencia, acaban por abandonar su lucha por mantener su paternidad: por instinto de supervivencia se alejan de lo que aman para olvidar el dolor que les produce no tenerlo y saberlo, además, inconseguible; y por la misma razón, es explicable que algunos hijos se alejen de sus padres o los nieguen: porque, si estos no existen, ellos no han podido ser "abandonados". (La mente necesita mantener su integridad).
Unos y otros sienten que el otro es el culpable de que todos sean víctimas.
Y ya no hay vuelta atrás. Se ha imposibilitado la mayor demostración de amor: enseñar al hijo a ver el mundo, a comprender la existencia, a ser el guía de ese museo en el que se exponen tantas máscaras pero en el que también brillan tantos rostros verdaderos.
Cuando observo un matrimonio roto que se mantiene en guerra, pienso: mucho debieron amarse puesto que tanto necesitan odiarse.
Pero también: si tanto se amaron, ¿por qué no entender y perdonar el desamor, las equivocaciones? ¿Por qué regar la cizaña en vez de cuidar la semilla?
Tal vez sea porque hemos olvidado que en las relaciones afectivas nadie quiere consejos, sino caricias: que la vida sentimental se colma con besos, no con silogismos.
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