2 jóvenes de Barcelona y 2 jubilados de Madrid cuentan su experiencia.
Ana López Sanz, Barcelona/Madrid, 30/03/2020
El alquiler por las nubes y el sueldo por los suelos. Estas son las causas de una tendencia poco frecuente, pero creciente en las ciudades españolas. Convivir con la expareja es ya una solución que desdibuja la ruptura sentimental y física a cambio del remedio económico. Marta y Javi, en Barcelona, se encuentran en esta situación como también Tere y Jesús, en Madrid, 2 parejas rotas bajo el mismo techo. La presión social retiene su realidad en el silencio.
“Necesito vivir ahora aquí y contigo, porque económicamente no puedo vivir sola y hasta que tenga algo mejor, prefiero estar así”. Este fue el pensamiento de la maestra Marta Jiménez, que con 31 años y un sueldo de 400 €, vive desde hace 1 año en el barrio barcelonés del Poble Sec con Javi Mas, su expareja de la misma edad. Esta situación no resulta extraña en metrópolis como Barcelona, con un alquiler medio de 769 € al mes en el 2018, según el Observatorio de Vivienda y Suelo, que cerró el 2019 con una media de 1.005 € al mes, según la Generalitat de Catalunya.
Llorar a escondidas
Después de 5 años de convivencia, a Jiménez y a Mas, ingeniero informático, se les apagó la chispa e incluso en esta condición, decidieron renovar un año más el contrato de su alquiler de 775 €.
“Él lo hizo por comodidad y yo sin pensar en cómo me afectaría psicológicamente convivir con él sin saber qué estaba haciendo ni con quién”, cuenta ella. Y es que al principio era Jiménez quien lloraba a escondidas, porque “Javi hubiera buscado una solución para que yo no estuviera mal y eso significaba irse a vivir con los padres. Después de años de vida independizada, eso hubiera sido peor”.
Este es un ejemplo de como la dependencia económica actual puede imponerse a la inestabilidad emocional tras una ruptura. De hecho, el psicólogo, sexólogo y terapeuta especializado en relaciones de pareja Ignasi Puig Rodas afirma que “no tener una distancia física respecto a lo que hace daño y verlo el 100% del tiempo, hace más costoso el proceso de duelo psicológico”.
“Es un proyecto de vida, que casos como este están obligados a mantener, mientras se dan cuenta de su fracaso”, explica la abogada experta en divorcios Marta Boza Rucosa. Mantienen la convivencia con su expareja porque la alta demanda de la vivienda en las capitales coincide con la precarización de los sueldos. “Han cambiado nuestros hábitos en las rupturas, sobre todo por el beneficio económico” explica Ignasi Puig. Aun así, añade que socialmente “todo lo que se sale de la norma y rompe los esquemas, se concibe como malo, se critica y se considera como un ataque”. Así que personas como los protagonistas de esta historia ocultan su caso. “Me hacen ver que no es lo socialmente correcto, pero por cómo me lo ha inculcado mi entorno -admite la maestra Marta Jiménez-. Quizás en un futuro esté bien visto”.
No se arrepiente
Marta Jiménez detalla su situación: siguen repartiéndose las tareas domésticas; a veces cenan y miran series juntos; no intiman, pero comparten la única cama del piso, y mantienen ambos nombres en su cuenta bancaria, a pesar de crearse una propia cada uno a raíz de romper. Así mismo, esta joven confiesa que la situación “no funcionaría sin la confianza que hay”. “Aunque en estos 5 años yo he tirado siempre de él, porque me enfadaba por su pasotismo, ahora no puedo exigirle nada como pareja y la convivencia es mucho mejor que los otros años”.
Por esta razón, la barcelonesa ha cortado detalles cariñosos que todavía tenía con Javi, como comprarle su chocolatina favorita, hacer planes juntos o ir a recogerle del trabajo. “Porque no era recíproco -explica- y era difícil sentirme querida, no era sano para mí”. En realidad, dice que convivir como expareja ha sido “una auto terapia” para descubrirse a sí misma y ver “que las cosas negativas pesaban más que todo lo positivo". "Este año me he dado cuenta de que no le quiero como pareja, porque necesito cariño y apoyo”, afirma.
En este tiempo ninguno de los 2 ha rehecho su vida, ya que “esta situación frena crear algo nuevo por la falta de intimidad”, expone el terapeuta Puig. Y es que como reconoce Jiménez: “Incluso dejamos claro que no podíamos traer a nadie a casa”. Sin embargo, ambos han evolucionado de diferente manera. Mientras Javi Mas todavía se encierra a jugar en “su zulo”, es Marta quien se arregla más para salir. “Algo común cuando se ha vivido muy pendiente de la pareja -agrega el psicólogo- porque se reivindica el tiempo para el ‘yo’, y lo habitual es preocuparse por la imagen, para volver al 'mercado' y recuperar las habilidades sociales”.
Pero el cambio de Marta no acaba aquí. El mes que viene cuando se les acaba el contrato del alquiler y finalice el estado de alarma por el coronavirus, se mudará al piso que sus padres tenían alquilado en Santa Coloma. "Eso me preocupa porque irme significa salir de mi zona de confort, salir de lo que estoy acostumbrada desde hace 6 años. Va a ser un choque para ambos, pero necesito evolucionar y vivir”, concluye.
Teresa y Salvador, 2 jubilados juntos de nuevo a los 20 años del divorcio.
Vivir bajo un mismo techo tras una ruptura sentimental es una realidad también en Madrid. En un barrio de clase trabajadora de esa ciudad convive un matrimonio roto, cuya situación dista de la experiencia de Marta y Javi en Barcelona.
“Fue cuestión de humanidad. Si lo hacemos por cualquier persona, ¿cómo no lo voy a hacer por el padre de mis hijos? -se justifica Tere Salvador, que lleva viviendo con su exmarido 3 años, tras 20 de matrimonio y otros 20 de divorcio-. En época de bonanza te divorciabas y no te veías más, pero llegó la crisis para todos. Y nos hemos tenido que amoldar y comernos el orgullo”.
Esta comercial de muebles madrileña recibió la llamada de Jesús Carreño -su ex marido- pidiéndole cobijo, ya que tuvo diferencias con su arrendador. Provisionalmente, Tere acogió en su piso de Vallecas a este profesor de física y matemáticas con sus 2 perros y 425 € de paro, ante el panorama de los 966 €/mes de media a los que llegó el alquiler en Madrid en el 2019, según estudios de Pisos.com. “Yo sabía cómo andaba Jesús, porque he estado en el paro y me ayudaba mi hija; si no, dime cómo pagas una habitación y te mantienes. Y mira que no podía, pero le compré lo básico y los 1ºs años le pagaba la comida”.
Ahora, ambos están jubilados y reciben sus pensiones de 700 €. De estos, Carreño paga 300 mensuales a Salvador por gastos y habitación, que es lo que ella paga mensualmente de comunidad, gas, luz y agua del piso. Además, comparten los gastos de la compra: “Cada uno va cuando puede. Después miramos la lista y decimos qué son cosas de cada uno y qué es para los 2 y lo dividimos. Es cansado, pero es lo justo”.
Este es su pan de cada día, aunque Carreño tiene previsto irse tan pronto como pueda económicamente. “Vivir el resto de mi vida compartiendo piso y encerrado en un ‘redil’ no es muy ilusionante”, afirma. El madrileño lleva una vida “ascética”, paseando sus canes diariamente y realizando alguna clase de repaso. Sin embargo, mucho tiempo lo pasa en su habitación con sus perras y su ordenador, salvo cuando cocina y se asea. “Todo lo otro es territorio de Tere; el 1º día fijó las condiciones y no permite perros. Más que espacios democrática-mente compartidos, es una coexistencia pacífica”, explica.
Para Salvador también es difícil volver a compartir. "Y más si vives sola y estás acostumbrada a hacer las cosas a tu manera, sobre todo con perros de por medio. Por eso los espacios comunes los limpio yo y así evito roces cada 2 por 3, por los que antes ardería Troya”.
Y es que, como percibe la abogada Marta Boza Rucosa, estas exparejas deben establecer normas y ser prudentes, porque su convivencia “es un territorio muy inflamable, una chispa puede ser por fricción”. De ahí que solo coincidan en la cocina, donde a veces comen juntos y tienen sus mínimas y banales conversas o hablan de su hija e hijo. Precisamente estos hace años que viven con sus respectivas familias, ella en Valencia y él en Buenos Aires.
Y es a causa de esta distancia geográfica que, durante las puntuales visitas de sus hijos, admiten pasar tiempo juntos. “Así ellos tienen menos líos para quedar con uno y otro y nosotros disfrutamos más tiempo de nuestros hijos y nietos; es otro beneficio”, reconoce Tere Salvador.
Toleran estas situaciones en su convivencia porque “ya no hay resquemor ni sentimiento". "Cada uno hace su vida -añade la vallecana-. lo que tiene que ser insoportable es acabarlo de dejar y seguir viviendo con recuerdos recientes, es como no dejarlo. Yo no lo hubiera aguantado, me hubiese ido con mis padres”.
Este es un ejemplo de como la dependencia económica actual puede imponerse a la inestabilidad emocional tras una ruptura. De hecho, el psicólogo, sexólogo y terapeuta especializado en relaciones de pareja Ignasi Puig Rodas afirma que “no tener una distancia física respecto a lo que hace daño y verlo el 100% del tiempo, hace más costoso el proceso de duelo psicológico”.
“Es un proyecto de vida, que casos como este están obligados a mantener, mientras se dan cuenta de su fracaso”, explica la abogada experta en divorcios Marta Boza Rucosa. Mantienen la convivencia con su expareja porque la alta demanda de la vivienda en las capitales coincide con la precarización de los sueldos. “Han cambiado nuestros hábitos en las rupturas, sobre todo por el beneficio económico” explica Ignasi Puig. Aun así, añade que socialmente “todo lo que se sale de la norma y rompe los esquemas, se concibe como malo, se critica y se considera como un ataque”. Así que personas como los protagonistas de esta historia ocultan su caso. “Me hacen ver que no es lo socialmente correcto, pero por cómo me lo ha inculcado mi entorno -admite la maestra Marta Jiménez-. Quizás en un futuro esté bien visto”.
No se arrepiente
Marta Jiménez detalla su situación: siguen repartiéndose las tareas domésticas; a veces cenan y miran series juntos; no intiman, pero comparten la única cama del piso, y mantienen ambos nombres en su cuenta bancaria, a pesar de crearse una propia cada uno a raíz de romper. Así mismo, esta joven confiesa que la situación “no funcionaría sin la confianza que hay”. “Aunque en estos 5 años yo he tirado siempre de él, porque me enfadaba por su pasotismo, ahora no puedo exigirle nada como pareja y la convivencia es mucho mejor que los otros años”.
Por esta razón, la barcelonesa ha cortado detalles cariñosos que todavía tenía con Javi, como comprarle su chocolatina favorita, hacer planes juntos o ir a recogerle del trabajo. “Porque no era recíproco -explica- y era difícil sentirme querida, no era sano para mí”. En realidad, dice que convivir como expareja ha sido “una auto terapia” para descubrirse a sí misma y ver “que las cosas negativas pesaban más que todo lo positivo". "Este año me he dado cuenta de que no le quiero como pareja, porque necesito cariño y apoyo”, afirma.
En este tiempo ninguno de los 2 ha rehecho su vida, ya que “esta situación frena crear algo nuevo por la falta de intimidad”, expone el terapeuta Puig. Y es que como reconoce Jiménez: “Incluso dejamos claro que no podíamos traer a nadie a casa”. Sin embargo, ambos han evolucionado de diferente manera. Mientras Javi Mas todavía se encierra a jugar en “su zulo”, es Marta quien se arregla más para salir. “Algo común cuando se ha vivido muy pendiente de la pareja -agrega el psicólogo- porque se reivindica el tiempo para el ‘yo’, y lo habitual es preocuparse por la imagen, para volver al 'mercado' y recuperar las habilidades sociales”.
Pero el cambio de Marta no acaba aquí. El mes que viene cuando se les acaba el contrato del alquiler y finalice el estado de alarma por el coronavirus, se mudará al piso que sus padres tenían alquilado en Santa Coloma. "Eso me preocupa porque irme significa salir de mi zona de confort, salir de lo que estoy acostumbrada desde hace 6 años. Va a ser un choque para ambos, pero necesito evolucionar y vivir”, concluye.
Teresa y Salvador, 2 jubilados juntos de nuevo a los 20 años del divorcio.
Vivir bajo un mismo techo tras una ruptura sentimental es una realidad también en Madrid. En un barrio de clase trabajadora de esa ciudad convive un matrimonio roto, cuya situación dista de la experiencia de Marta y Javi en Barcelona.
“Fue cuestión de humanidad. Si lo hacemos por cualquier persona, ¿cómo no lo voy a hacer por el padre de mis hijos? -se justifica Tere Salvador, que lleva viviendo con su exmarido 3 años, tras 20 de matrimonio y otros 20 de divorcio-. En época de bonanza te divorciabas y no te veías más, pero llegó la crisis para todos. Y nos hemos tenido que amoldar y comernos el orgullo”.
Esta comercial de muebles madrileña recibió la llamada de Jesús Carreño -su ex marido- pidiéndole cobijo, ya que tuvo diferencias con su arrendador. Provisionalmente, Tere acogió en su piso de Vallecas a este profesor de física y matemáticas con sus 2 perros y 425 € de paro, ante el panorama de los 966 €/mes de media a los que llegó el alquiler en Madrid en el 2019, según estudios de Pisos.com. “Yo sabía cómo andaba Jesús, porque he estado en el paro y me ayudaba mi hija; si no, dime cómo pagas una habitación y te mantienes. Y mira que no podía, pero le compré lo básico y los 1ºs años le pagaba la comida”.
Ahora, ambos están jubilados y reciben sus pensiones de 700 €. De estos, Carreño paga 300 mensuales a Salvador por gastos y habitación, que es lo que ella paga mensualmente de comunidad, gas, luz y agua del piso. Además, comparten los gastos de la compra: “Cada uno va cuando puede. Después miramos la lista y decimos qué son cosas de cada uno y qué es para los 2 y lo dividimos. Es cansado, pero es lo justo”.
Este es su pan de cada día, aunque Carreño tiene previsto irse tan pronto como pueda económicamente. “Vivir el resto de mi vida compartiendo piso y encerrado en un ‘redil’ no es muy ilusionante”, afirma. El madrileño lleva una vida “ascética”, paseando sus canes diariamente y realizando alguna clase de repaso. Sin embargo, mucho tiempo lo pasa en su habitación con sus perras y su ordenador, salvo cuando cocina y se asea. “Todo lo otro es territorio de Tere; el 1º día fijó las condiciones y no permite perros. Más que espacios democrática-mente compartidos, es una coexistencia pacífica”, explica.
Para Salvador también es difícil volver a compartir. "Y más si vives sola y estás acostumbrada a hacer las cosas a tu manera, sobre todo con perros de por medio. Por eso los espacios comunes los limpio yo y así evito roces cada 2 por 3, por los que antes ardería Troya”.
Y es que, como percibe la abogada Marta Boza Rucosa, estas exparejas deben establecer normas y ser prudentes, porque su convivencia “es un territorio muy inflamable, una chispa puede ser por fricción”. De ahí que solo coincidan en la cocina, donde a veces comen juntos y tienen sus mínimas y banales conversas o hablan de su hija e hijo. Precisamente estos hace años que viven con sus respectivas familias, ella en Valencia y él en Buenos Aires.
Y es a causa de esta distancia geográfica que, durante las puntuales visitas de sus hijos, admiten pasar tiempo juntos. “Así ellos tienen menos líos para quedar con uno y otro y nosotros disfrutamos más tiempo de nuestros hijos y nietos; es otro beneficio”, reconoce Tere Salvador.
Toleran estas situaciones en su convivencia porque “ya no hay resquemor ni sentimiento". "Cada uno hace su vida -añade la vallecana-. lo que tiene que ser insoportable es acabarlo de dejar y seguir viviendo con recuerdos recientes, es como no dejarlo. Yo no lo hubiera aguantado, me hubiese ido con mis padres”.
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