Si nos ceñimos exclusivamente al dato de mujeres asesinadas por violencia de género, las estadísticas arrojan cifras muy poco halagüeñas que, lejos de incitar a celebrar, invitan a reflexionar.
Me parece curioso que, mientras las encuestas reflejan año tras año la desconfianza ciudadana en la clase política, aumente la exigencia ciudadana de que sea ésta la que, guiada por unas cualidades virtuosas, nos provea del bienestar del que nos estimamos merecedores. Nos resistimos a reconocer en los políticos y en los partidos a los que votamos el mismo componente egoísta que, en mayor o menor medida, subyace en nuestros actos y decisiones. Queremos que nos digan lo que deseamos oír, porque eso nos ayuda a sobrellevar tanto su cinismo como el nuestro. Esta negación de una realidad intrínsecamente ligada a la naturaleza humana acaba desembocando en frustración y, a la postre, en el enfrentamiento social.
Probablemente sea esta confianza en la virtud de los políticos y en sus cualidades morales y éticas de gobierno, considerados en abstracto, la que explique por qué nos cuesta abiertamente admitir el fracaso que ha supuesto la Ley Integral de Violencia de Género respecto a los fines para los que, sobre el papel, fue concebida: asistir a las víctimas del maltrato adoptando medidas preventivas efectivas. Al contrario, los principales éxitos de la ley se miden en parámetros partidistas y electoralistas por parte de la izquierda, gracias a una interpretación extensiva de la ley que determina su aplicación a supuestos que nada tienen que ver con el maltrato, a la creación de una alarma social exacerbada y, lo peor del todo, al carroñerismo político. Porque nada corta más la digestión que el obsceno manoseo político del sufrimiento y el dolor de las verdaderas víctimas.
El número de víctimas mortales por violencia de género se ha mantenido estable pese a que, hace 2 años y medio, el presupuesto se disparó entre un 300-400 %.
Para muestra, el grotesco espectáculo del PSOE con motivo de XVº aniversario de la aprobación de la LIVG. Tanto el partido político como muchos de sus miembros, algunos desde su cargo en el Gobierno en funciones, celebraron la efeméride con un triunfalismo electoral que producía sonrojo. Sobre todo porque, si nos ceñimos exclusivamente al dato de mujeres asesinadas por violencia de género, las estadísticas arrojan cifras muy poco halagüeñas que, lejos de incitar a celebrar, invitan a reflexionar: durante la última década, el número de víctimas mortales por violencia de género se ha mantenido bastante estable a pesar de que, hace 2 años y medio, el presupuesto se disparó entre un 300-400 % (un 16% más atribuible a los gobiernos sanchistas).
De hecho, 2019 se ha saldado con 55 mujeres asesinadas, la cifra más alta desde 2015.
¿Qué celebran, entonces? Porque la cruda realidad es que la ley ha superado con creces las expectativas de la izquierda como herramienta electoral arrojadiza. En la LIVG ha encontrado un paraguas tras el que camuflar una campaña publicitaria de promoción de sus políticas identitarias por razón de sexo, colectivizando la condición de víctima y victimario en función de un rasgo biológico.
Han intentado hacernos creer que existía consenso en torno a su concepción de la violencia machista plasmada en la ley, cuando la realidad es que se ha silenciado al discrepante. Pero el consenso, o se cimenta sobre opiniones discrepantes y diversas, o deja de ser consenso para transformarse en pensamiento único.
¿Qué celebran, entonces? Porque la cruda realidad es que la ley ha superado con creces las expectativas de la izquierda como herramienta electoral arrojadiza. En la LIVG ha encontrado un paraguas tras el que camuflar una campaña publicitaria de promoción de sus políticas identitarias por razón de sexo, colectivizando la condición de víctima y victimario en función de un rasgo biológico.
Han intentado hacernos creer que existía consenso en torno a su concepción de la violencia machista plasmada en la ley, cuando la realidad es que se ha silenciado al discrepante. Pero el consenso, o se cimenta sobre opiniones discrepantes y diversas, o deja de ser consenso para transformarse en pensamiento único.
Durante muchos años, demasiados, al disidente se le ha condenado al ostracismo, estigmatizándolo como machista o colaboracionista del maltrato por señalar, siquiera veladamente, los problemas evidentes que la aplicación de la ley durante estos años ha evidenciado: la asimetría penal o la existencia de denuncias que se presentan con fines espurios, esto es, como instrumento negociador en los procesos de separación y divorcio. Una muestra más de que no les preocupa ni la ley ni las propuestas que puedan redundar en su mejora, centrando esfuerzos y presupuesto donde se necesita.
La irrupción de Vox ha puesto fin a más de una década de monopolio por parte de la izquierda de la agitación electoralista a costa de las mujeres maltratadas.
Me viene a la cabeza, como si fuese un flashback, cuando la izquierda al unísono acusó de machistas y de banalizar la violencia contra la mujer a todo el gobierno andaluz del PP y a Ciudadanos en bloque, aprovechando que su investidura se debía gracias a los votos de Vox, con ocasión de una campaña contra la violencia de género de la Junta de Andalucía que mostraba a las víctimas en actitud optimista respecto a su futuro, tras presentar la denuncia. Lo cierto es que la campaña se ajustaba con absoluta pulcritud a lo firmado por todos los partidos, incluidos los de izquierda, en el pacto contra la violencia de Estado en materia publicitaria, precisamente a solicitud de las propias víctimas. Pero la realidad no importa, sólo el relato que el ciudadano, hambriento de virtuosismo moralizante y ejemplificante, esté dispuesto a comprar.
Este uso de la ley como bandera ideológica y política explica en buena medida la actitud de todos los partidos de la izquierda hacia Vox en esta materia: más allá del machismo o del negacionismo, han encontrado en esta formación política un competidor directo en la instrumentalización política de la violencia de género. En efecto, la irrupción de Vox ha puesto fin a más de una década de monopolio por la izquierda de la agitación electoralista a costa de las mujeres maltratadas. Ellos han llegado para jugar en ese mismo terreno y, a la vista está, no son bienvenidos. Que desde algunas asociaciones feministas se achaque a la irrupción de Vox “el aumento del terrorismo de género” es buena muestra de todo ello, tanto por atribuir al autor del crimen una finalidad netamente política, como por usar la propia terminología de “terrorismo de género”.
Jueces y Cuerpos de Seguridad
Pero, desengáñense, no hay virtud en ninguno de ellos. En ninguno. Y si la hubiera, el componente egoísta, el partidista, pesaría muchísimo más. La lucha real y efectiva contra la violencia machista, entendida como aquella que se ejerce con un ánimo de someter, humillar y vejar a la mujer, no puede realizarse partiendo de generalizaciones y victimizaciones absurdas que beben más de cierta ideología política que de la ciencia jurídica y criminalística.
Hay que empezar por dejar de despilfarrar el dinero público en estructuras ineficientes y opacas para dotar presupuestariamente como es debido, de una vez por todas, a los grandes profesionales que tiene nuestra administración de Justicia (magistrados, jueces, fiscales, forenses y abogados del turno de oficio) y a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Sólo ellos pueden atender cada caso de forma individualizada y con las debidas garantías para todas las partes implicadas. Pero, aunque son los únicos que pueden profundizar en las auténticas causas para así mejorar la respuesta contra estos delitos y ahondar en las medidas de prevención, son los más maltratados presupuestariamente y los primeros señalados como responsables por los políticos cuando de desviar responsabilidades se trata.
La irrupción de Vox ha puesto fin a más de una década de monopolio por parte de la izquierda de la agitación electoralista a costa de las mujeres maltratadas.
Me viene a la cabeza, como si fuese un flashback, cuando la izquierda al unísono acusó de machistas y de banalizar la violencia contra la mujer a todo el gobierno andaluz del PP y a Ciudadanos en bloque, aprovechando que su investidura se debía gracias a los votos de Vox, con ocasión de una campaña contra la violencia de género de la Junta de Andalucía que mostraba a las víctimas en actitud optimista respecto a su futuro, tras presentar la denuncia. Lo cierto es que la campaña se ajustaba con absoluta pulcritud a lo firmado por todos los partidos, incluidos los de izquierda, en el pacto contra la violencia de Estado en materia publicitaria, precisamente a solicitud de las propias víctimas. Pero la realidad no importa, sólo el relato que el ciudadano, hambriento de virtuosismo moralizante y ejemplificante, esté dispuesto a comprar.
Este uso de la ley como bandera ideológica y política explica en buena medida la actitud de todos los partidos de la izquierda hacia Vox en esta materia: más allá del machismo o del negacionismo, han encontrado en esta formación política un competidor directo en la instrumentalización política de la violencia de género. En efecto, la irrupción de Vox ha puesto fin a más de una década de monopolio por la izquierda de la agitación electoralista a costa de las mujeres maltratadas. Ellos han llegado para jugar en ese mismo terreno y, a la vista está, no son bienvenidos. Que desde algunas asociaciones feministas se achaque a la irrupción de Vox “el aumento del terrorismo de género” es buena muestra de todo ello, tanto por atribuir al autor del crimen una finalidad netamente política, como por usar la propia terminología de “terrorismo de género”.
Jueces y Cuerpos de Seguridad
Pero, desengáñense, no hay virtud en ninguno de ellos. En ninguno. Y si la hubiera, el componente egoísta, el partidista, pesaría muchísimo más. La lucha real y efectiva contra la violencia machista, entendida como aquella que se ejerce con un ánimo de someter, humillar y vejar a la mujer, no puede realizarse partiendo de generalizaciones y victimizaciones absurdas que beben más de cierta ideología política que de la ciencia jurídica y criminalística.
Hay que empezar por dejar de despilfarrar el dinero público en estructuras ineficientes y opacas para dotar presupuestariamente como es debido, de una vez por todas, a los grandes profesionales que tiene nuestra administración de Justicia (magistrados, jueces, fiscales, forenses y abogados del turno de oficio) y a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Sólo ellos pueden atender cada caso de forma individualizada y con las debidas garantías para todas las partes implicadas. Pero, aunque son los únicos que pueden profundizar en las auténticas causas para así mejorar la respuesta contra estos delitos y ahondar en las medidas de prevención, son los más maltratados presupuestariamente y los primeros señalados como responsables por los políticos cuando de desviar responsabilidades se trata.
Los ciudadanos debemos dejar de depositar tanta confianza en la virtud, altruismo y superioridad intelectual y moral del mesías político de turno, por mucho que nos regalen los oídos sus profecías y promesas, y otorgar más crédito a lo empírico, a la realidad desnuda que los datos y la experiencia nos demuestran.
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