POR MÓNICA FERNÁNDEZ-ACEYTUNO
Preocupados como estamos por la economía, se nos está pasando por alto esa ruina de nuestro tiempo que son las separaciones matrimoniales.
Y no me refiero sólo a la ruina económica, que también, pues donde comen dos comen tres, siempre que coman juntos.
A un separado con un buen sueldo le quedan con suerte, tras la pensión alimenticia para los hijos y el pago de la hipoteca de la casa donde ya no vivirá jamás, unos pocos euros.
Y el separado también necesita alimento y cobijo.
Pero aún mayor es la ruina afectiva. Y si antes recibía yo la noticia de una separación al año, ahora pueden contarme tres separaciones en un mes, como si se estuvieran precipitando. Mi reacción es la misma que ante una luctuosa noticia.
Primero, la sorpresa, después la incredulidad, y por último la congoja.
Tal vez se frenaría esta ruina sentándose a escribir en una lista los nombres de todas las personas que se verán afectadas por tan grave decisión, viendo que salen al menos la mitad de los que fueron a la boda, a los que hay que sumar, con una jarra de lágrimas, los hijos.
La mejor definición del matrimonio se la escuché yo a un solterón, poco después de casarse: «El matrimonio es: renuncia, renuncia y renuncia».
Pero éste es un término en desuso porque nunca como ahora se ha querido tanto tenerlo todo.
Yo creo que la culpa es de la estricta cronología con la que se vive la vida, porque si pudiéramos regresar a los treinta tras haber cumplido cincuenta, entenderíamos que es agradable seguir con quien supo de tu juventud y belleza, y que reconoce como suyas tus alegrías y tus penas.
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