MAR ABAD, Socia fundadora de Yorokobu y Brands&Roses.18 JUNIO 2018
Tantas patadas recibió en el vientre Francisca de Pedraza que, allí, en medio de la calle, murió el niño que llevaba dentro. Era su marido, Jerónimo de Jaras, quien le arreaba puntapiés, a lo loco, en un episodio más de una serie de palizas que comenzó el día que se prometieron amor eterno ante los ojos de Dios.
Entonces, en el siglo XVII, era frecuente huir de los frecuentes azotes del esposo escapando del hogar (buscando mejor vida en otra ciudad) o arrojándose a un río (buscando mejor vida en el más allá). Pero esta mujer de Alcalá de Henares, aterrada por dejar a sus hijos en manos del animal con quien se había casado, decidió tirar por el camino de en medio.
Acudió a los tribunales ordinarios y ahí le dijeron que «al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Acudió entonces a los tribunales eclesiásticos y ahí, desnudándose de su intimidad y su pudor, mostró su cuerpo sin ropas. En su piel estaba marcada la sombra de las manos que tantos palos le habían dado.
Los religiosos extendieron una receta habitual en estos casos: ordenaron al marido que fuera «bueno, honesto y considerado con la demandante y no le haga semejantes tratamientos como se dice que le hace».
Pero el remedio fue peor que la enfermedad. Jerónimo de Jaras le metió tal ‘jartá’ de palos que la dejó agonizando en el suelo de la cocina donde todos los días le hacía la comida.
La mujer rogó a Dios que acabara de una vez por todas con su vida aporreada y, de pronto, le asaltó una idea: pediría permiso al nuncio del Papa en España para llevar su caso al tribunal universitario. Ahí, en el año de 1624, el juez Álvaro de Ayala firmó una sentencia insólita, impensable, que nunca más se repitió:
—Francisca de Pedraza podría vivir en adelante en una casa distinta a la de su marido
—El esposo tendría que devolver la dote
—Y no podría volver a acercarse a ella ni soltarle un sopapo más. ¡Y atención! Ni él ni nadie de los suyos: «Y prohibimos y mandamos al dicho Jerónimo de Jaras no inquiete ni moleste a la dicha Francisca de Pedraza… por sí ni por sus parientes ni por otra interpósita persona».
Fuente: El divorcio de Francisca de Pedraza, Ignacio Ruiz Rodríguez
Pero el remedio fue peor que la enfermedad. Jerónimo de Jaras le metió tal ‘jartá’ de palos que la dejó agonizando en el suelo de la cocina donde todos los días le hacía la comida.
La mujer rogó a Dios que acabara de una vez por todas con su vida aporreada y, de pronto, le asaltó una idea: pediría permiso al nuncio del Papa en España para llevar su caso al tribunal universitario. Ahí, en el año de 1624, el juez Álvaro de Ayala firmó una sentencia insólita, impensable, que nunca más se repitió:
—Francisca de Pedraza podría vivir en adelante en una casa distinta a la de su marido
—El esposo tendría que devolver la dote
—Y no podría volver a acercarse a ella ni soltarle un sopapo más. ¡Y atención! Ni él ni nadie de los suyos: «Y prohibimos y mandamos al dicho Jerónimo de Jaras no inquiete ni moleste a la dicha Francisca de Pedraza… por sí ni por sus parientes ni por otra interpósita persona».
Fuente: El divorcio de Francisca de Pedraza, Ignacio Ruiz Rodríguez
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