JULIO LLORENTE, 17/02/2023
'El Mundo' informaba hace unos días de la aparición de un nuevo negocio: la copaternidad. Las agencias de copaternidad, émulas de Tinder y de casi todo lo que está mal en el mundo, ponen en contacto a personas que quieren tener un hijo sin pasar por el trámite del sexo, naturalmente, ni por el del amor, mucho menos. La futura madre y el futuro padre firman un contrato y, gracias a la prestidigitación de la clínica de reproducción asistida de turno, tienen un hijo que acaso disfrute de un régimen de custodia compartida o acaso, según lo estipulado en el acuerdo de las partes, viva con ella y reciba las visitas más o menos frecuentes de él.
A 1ª vista, la copaternidad normaliza el divorcio. Ya no es un mal lamentablemente generalizado, una desgracia sobrevenida, un drama que debería evitarse y que sin embargo acontece. Ahora es el punto de partida. El hombre y la mujer que optan por la copaternidad sólo tienen en común un contrato, 1º, y un hijo, después. Su vínculo es contractual, mercantil, sospechosamente similar al de los socios de una empresa (¡el niño como empresa!). No comparten una historia, tampoco han compartido una cama, ni siquiera un desengaño. Han tenido un hijo como podrían haber montado una start up o firmado un contrato de arrendamiento. Uno se pregunta qué ocurre en caso de desavenencias o incumplimientos o conflictos y concluye de inmediato que urge una legislación específica para copadres, que no pueden divorciarse ahora porque es divorciados como empezaron.
¿Motivará la copaternidad una ley de divorcio para divorciados?
Con todo, el mayor problema no es éste, sino la desnaturalización de la maternidad, que degenera en industria. Hay en la copaternidad un non so che de técnica, de proceso, de logística. El niño ya no se tiene; ¡el niño se fabrica! Es un producto de ingeniería, un objeto de consumo para personas deseosas de vivir la experiencia de la paternidad. Su existencia resulta únicamente del acuerdo de las partes, que, por cierto, se instrumentalizan mutuamente. Para el copadre la comadre no es más que un vientre; para la comadre el copadre no es más que un inseminador. Qué triste.
Con todo, el mayor problema no es éste, sino la desnaturalización de la maternidad, que degenera en industria. Hay en la copaternidad un non so che de técnica, de proceso, de logística. El niño ya no se tiene; ¡el niño se fabrica! Es un producto de ingeniería, un objeto de consumo para personas deseosas de vivir la experiencia de la paternidad. Su existencia resulta únicamente del acuerdo de las partes, que, por cierto, se instrumentalizan mutuamente. Para el copadre la comadre no es más que un vientre; para la comadre el copadre no es más que un inseminador. Qué triste.
Uno añora a Kant, ¡incluso a Kant!, y su imperativo de tratar a los demás como fines y nunca como medios.
Ya se sabe: allá donde no hay amor, no puede haber sino cosificación.
¿No existe tal cosa como el derecho del niño a nacer en el seno de una familia y en la estabilidad de un hogar?
Los hijos no son un derecho, sino una gracia.
En sus geniales Confesiones de un padre sin vocación, José Mª Contreras Espuny dice: «Amé la causa y ahora me toca poner pañales a las consecuencias». No es una frase con vocación universal; tan sólo descriptiva. Contreras no aspira a agotar el complejísimo fenómeno de la paternidad; tan sólo a retratarse a sí mismo. Sin embargo, haciendo algo tan sencillo como retratarse, enuncia una verdad que nuestra época, deslumbrada por el progreso tecnológico y sus proezas, ha olvidado: los hijos son menos un fin que un fruto. Hay algo imprevisible, algo que escapa a nuestro control, algo que adviene sin saber nosotros muy bien cómo. Nos acostamos con nuestra mujer tras una noche de vino y risas y de pronto, ay, oh, lo inesperado, un niño. Contreras nos recuerda a su modo que los hijos no son un derecho, sino una gracia. Nos recuerda que no son un bien que pueda producirse mediante intrincadas técnicas de laboratorio, sino un don que adviene envuelto en un halo de misterio y de milagro.
Alguien puede objetar que todo esto es metafísica y yo le responderé que es una metafísica que tiene muchas implicaciones prácticas.
¿No existe tal cosa como el derecho del niño a nacer en el seno de una familia y en la estabilidad de un hogar?
Los hijos no son un derecho, sino una gracia.
En sus geniales Confesiones de un padre sin vocación, José Mª Contreras Espuny dice: «Amé la causa y ahora me toca poner pañales a las consecuencias». No es una frase con vocación universal; tan sólo descriptiva. Contreras no aspira a agotar el complejísimo fenómeno de la paternidad; tan sólo a retratarse a sí mismo. Sin embargo, haciendo algo tan sencillo como retratarse, enuncia una verdad que nuestra época, deslumbrada por el progreso tecnológico y sus proezas, ha olvidado: los hijos son menos un fin que un fruto. Hay algo imprevisible, algo que escapa a nuestro control, algo que adviene sin saber nosotros muy bien cómo. Nos acostamos con nuestra mujer tras una noche de vino y risas y de pronto, ay, oh, lo inesperado, un niño. Contreras nos recuerda a su modo que los hijos no son un derecho, sino una gracia. Nos recuerda que no son un bien que pueda producirse mediante intrincadas técnicas de laboratorio, sino un don que adviene envuelto en un halo de misterio y de milagro.
Alguien puede objetar que todo esto es metafísica y yo le responderé que es una metafísica que tiene muchas implicaciones prácticas.
¿Cómo tratarán los copadres a su hijo siendo éste más un producto adquirido que un don sobrevenido? ¿Cómo lo tratarán siendo éste más un capricho que ellos se dan que un regalo que se les da? ¿Acaso, después de habérselo agenciado como un producto, podrán vencer la tentación de hacerlo a su medida, igual que una propiedad cualquiera? Y elevo la apuesta: ¿no existe tal cosa como el derecho del niño a nacer en el seno de una familia y en la estabilidad de un hogar?
Considérenme nostálgico, díganme retrógrado, acúsenme de ludita, pero añoro los tiempos en que los hijos no resultaban de operaciones de laboratorio y en los que la idea de planificación familiar secretaba todavía un hedor repudiable y como soviético. Esos tiempos en los que los hijos no llegaban cuando a los padres les convenía, sino cuando Dios o la fortuna disponían. Esos tiempos en los que los niños desbarataban planes y arruinaban proyectos de vida. Esos tiempos en los que el mundo era más difícil, seguro, más injusto, tal vez, pero también ―oh, qué tiempos aquéllos― más milagroso.
Considérenme nostálgico, díganme retrógrado, acúsenme de ludita, pero añoro los tiempos en que los hijos no resultaban de operaciones de laboratorio y en los que la idea de planificación familiar secretaba todavía un hedor repudiable y como soviético. Esos tiempos en los que los hijos no llegaban cuando a los padres les convenía, sino cuando Dios o la fortuna disponían. Esos tiempos en los que los niños desbarataban planes y arruinaban proyectos de vida. Esos tiempos en los que el mundo era más difícil, seguro, más injusto, tal vez, pero también ―oh, qué tiempos aquéllos― más milagroso.
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