Por José Ramón Zárate | txerra@diariomedico.com | 06/05/2013
Este mes se pondrá a la venta la Vª edición del controvertido Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (DSM), que elabora la Asociación Americana de Psiquiatría (APA). Desde la IIIª edición (1980) -el 1º apareció en 1952- el DSM
es la obra de referencia de los psiquiatras de medio mundo. De la
anterior se vendieron casi 1 millón de ejemplares. Allen Frances, uno
de los redactores de las 2 ediciones anteriores, declaró al New York
Times que muchas críticas al DSM-5 están justificadas y que la
APA ya no debería tener el "monopolio" de la definición diagnóstica.
Las 2 primeras ediciones tuvieron poca relevancia: se fundamentaban en el psicoanálisis y entre los psiquiatras reinaba el desacuerdo sobre los diagnósticos. Pacientes con idénticos síntomas recibían diferentes tratamientos.
En los años 60´ se abandonó la psicodinámica de Freud y se optó por la categorización de Emil Kraepelin: depresión, trastorno bipolar, esquizofrenia y trastorno obsesivo-compulsivo. Y de los 106 trastornos del DSM-I se pasó a los 265 del DSM-III y a los 297 del DSM-IV.
En el DSM-III encajaba el 29,5 % de la población y el 48 % en algún momento de la vida.
No es de extrañar: en el actual se incluye hasta la intoxicación por cafeína y la apnea del sueño. Los psiquiatras justifican que hoy se detectan más problemas por los avances de la ciencia, y que también es posible que la sociedad actual haya generado más niños ansiosos e hiperactivos y más adolescentes narcisistas, comenta Robin S. Rosenberg en Slate.
Lo que antes eran extravagancias o conmociones pasajeras ahora son desajustes mentales.
Se ha patologizado la tristeza como depresión, el coleccionismo como manía y la vitalidad como hiperactividad.
En su fiebre sistematizadora y desmenuzadora del carácter humano y sus circunstancias, el DSM-III propuso criterios específicos para cada trastorno. Se ha llegado así al sobrediagnóstico, y por tanto a la sobremedicación, "a definir como enfermos psíquicos a miles de personas normales", añadía Frances.
Y no es que la APA sea cómplice de los laboratorios farmacéuticos.
“Los errores son más bien consecuencia de un conflicto intelectual de intereses: los expertos siempre sobrevaloran el ámbito de su especialidad y quieren extenderlo".
Una frontera difusa
Otro gran problema es la inespecificidad de la disciplina. "Los psiquiatras nunca han sido capaces de establecer la frontera entre salud mental y enfermedad mental", escribía este mes Gary Greenberg en The New Yorker. El cerebro es elusivo, no admite test nosológicos. Y la genética y la neurociencia apenas han aclarado las disfunciones.
Por eso la taxonomía mental es tan subjetiva y cambiante.
La reordenación del nuevo DSM no cambiará el nº de trastornados; simplemente los colocará en otro epígrafe, ironiza Greenberg.
Y recuerda que no es un simple manual de consulta: puede determinar las condiciones que cubren los seguros, los fármacos que se aprueben o qué niños necesitan educación especial y hasta la sentencia de un criminal con un síndrome catalogado.
David Kupfer, de la Universidad de Pittsburgh y uno de los artífices del DSM, abandera una corriente hacia una estructura psiquiátrica dimensional, no categórica, pues síntomas y trastornos se solapan y barajan en cada individuo.
El DSM-5 ha recogido ligeramente esta corriente: así, el síndrome de Asperger se engloba en el trastorno del espectro autista, y la dependencia y abuso de sustancias se han unificado. De todos modos, ese enfoque dimensional parece prematuro para muchos psiquiatras, y trastocaría el sistema asistencial y farmacológico. "Pero salir de estos silos tradicionales facilitaría diagnósticos e investigaciones", decía en el último nº de Nature Nick Craddock, neuropsiquiatra genómico en la Universidad británica de Cardiff. Los responsables dicen sin embargo que el DSM-5 es un documento vivo que se podrá ir actualizando online con más frecuencia que en el pasado. Con todo, la participación de otro tipo de profesionales sería, como claman cada vez más voces, esencial para encauzar algunos desvaríos.
Las 2 primeras ediciones tuvieron poca relevancia: se fundamentaban en el psicoanálisis y entre los psiquiatras reinaba el desacuerdo sobre los diagnósticos. Pacientes con idénticos síntomas recibían diferentes tratamientos.
En los años 60´ se abandonó la psicodinámica de Freud y se optó por la categorización de Emil Kraepelin: depresión, trastorno bipolar, esquizofrenia y trastorno obsesivo-compulsivo. Y de los 106 trastornos del DSM-I se pasó a los 265 del DSM-III y a los 297 del DSM-IV.
En el DSM-III encajaba el 29,5 % de la población y el 48 % en algún momento de la vida.
No es de extrañar: en el actual se incluye hasta la intoxicación por cafeína y la apnea del sueño. Los psiquiatras justifican que hoy se detectan más problemas por los avances de la ciencia, y que también es posible que la sociedad actual haya generado más niños ansiosos e hiperactivos y más adolescentes narcisistas, comenta Robin S. Rosenberg en Slate.
Lo que antes eran extravagancias o conmociones pasajeras ahora son desajustes mentales.
Se ha patologizado la tristeza como depresión, el coleccionismo como manía y la vitalidad como hiperactividad.
En su fiebre sistematizadora y desmenuzadora del carácter humano y sus circunstancias, el DSM-III propuso criterios específicos para cada trastorno. Se ha llegado así al sobrediagnóstico, y por tanto a la sobremedicación, "a definir como enfermos psíquicos a miles de personas normales", añadía Frances.
Y no es que la APA sea cómplice de los laboratorios farmacéuticos.
“Los errores son más bien consecuencia de un conflicto intelectual de intereses: los expertos siempre sobrevaloran el ámbito de su especialidad y quieren extenderlo".
Una frontera difusa
Otro gran problema es la inespecificidad de la disciplina. "Los psiquiatras nunca han sido capaces de establecer la frontera entre salud mental y enfermedad mental", escribía este mes Gary Greenberg en The New Yorker. El cerebro es elusivo, no admite test nosológicos. Y la genética y la neurociencia apenas han aclarado las disfunciones.
Por eso la taxonomía mental es tan subjetiva y cambiante.
La reordenación del nuevo DSM no cambiará el nº de trastornados; simplemente los colocará en otro epígrafe, ironiza Greenberg.
Y recuerda que no es un simple manual de consulta: puede determinar las condiciones que cubren los seguros, los fármacos que se aprueben o qué niños necesitan educación especial y hasta la sentencia de un criminal con un síndrome catalogado.
David Kupfer, de la Universidad de Pittsburgh y uno de los artífices del DSM, abandera una corriente hacia una estructura psiquiátrica dimensional, no categórica, pues síntomas y trastornos se solapan y barajan en cada individuo.
El DSM-5 ha recogido ligeramente esta corriente: así, el síndrome de Asperger se engloba en el trastorno del espectro autista, y la dependencia y abuso de sustancias se han unificado. De todos modos, ese enfoque dimensional parece prematuro para muchos psiquiatras, y trastocaría el sistema asistencial y farmacológico. "Pero salir de estos silos tradicionales facilitaría diagnósticos e investigaciones", decía en el último nº de Nature Nick Craddock, neuropsiquiatra genómico en la Universidad británica de Cardiff. Los responsables dicen sin embargo que el DSM-5 es un documento vivo que se podrá ir actualizando online con más frecuencia que en el pasado. Con todo, la participación de otro tipo de profesionales sería, como claman cada vez más voces, esencial para encauzar algunos desvaríos.
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