lunes, 14 de junio de 2010

Aires del Finisterre: Cuando el género oculta el bosque

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Aires del Finisterre: Cuando el género oculta el bosque

Xosé Luis Barreiro Rivas - Lunes, 14 de Junio de 2010
Cualquier violencia, por negra y aberrante que sea, tiene una explicación, y sin esa explicación es imposible atajarla y solucionarla de forma conveniente.
Y cualquier niño con uso de razón está preparado para entender que la explicación de un hecho no tiene nada que ver con su justificación, por lo que constituye un gravísimo error el ocultar bajo las alfombras colectivas todas las causas y todos los distingos que -sin otra intención que la de hacer más aberrante lo que ya es aberrante; o condenar con más énfasis lo que ya está condenado; o evitar que se justifique lo que nadie quiere justificar- determinan el diagnóstico científico de un problema que es necesario resolver.

Para entender mi razonamiento debe tener muy presente que soy plenamente consciente de que lo escrito en el párrafo anterior es, en términos éticos y filosóficos, una pura obviedad, y que la única razón para convertirlo en principio de partida es el hecho de que -como consecuencia de una respuesta acrítica contra el problema del terrorismo- los españoles hemos construido un dogma, o una opinión pública formalmente correcta, que confunde el análisis de los problemas con una cierta permisividad.

O que considera que una condena gana fuerza y eficacia cuando se formula como un canon inamovible que impide preguntarse por qué.
O que entiende que una sociedad toca el techo de la moralidad social cuando tira al suelo los distingos y se lanza contra el crimen con los ojos vendados, igual que hacían los cruzados cuando cargaban contra los sarracenos con sus caballos percherones encapuchados y desbocados.

Por eso en España existen políticas de gran importancia y gravedad que nunca se evalúan, que nadie se atreve a discutir, y que persiguen un acierto que sólo puede producirse cuando la realidad converja con las teorías y no a la inversa.

Y entre esas políticas está la lucha contra la violencia de género, en la que los números cuestionan reiteradamente lo que dicen los dogmas, y en la que seguimos cometiendo errores que con toda seguridad se podrían paliar o evitar si no le tuviésemos miedo al debate necesario.
Desde hace ya muchos años se viene trabajando sobre la idea de que la violencia es siempre machista y gratuita, y que la única alternativa que cabe plantear es una relación dialéctica entre la agresión y la protección de las víctimas.

El dogma que rige el modelo es que una sociedad básicamente justa e idílica, como la nuestra, está entreverada por 4 malvados que -sin que medie ningún error ni circunstancia- disfrutan muchísimo matando y suicidándose, y que por eso hay que plantear la cosa como una cacería de serpientes venenosas a las que hay que ganarle la maniobra -de forma procesalmente correcta, claro- antes de que nos piquen.

Pero yo creo que no es así, y que, al margen del cupo de locos y asesinos que nos toca por millón de habitantes, tenemos graves fallos estructurales y muy mal diagnosticados que alimentan esta ola de sangre que nos ahoga.
No seré yo quien olvide que, entre la media de 70 asesinatos de género que se producen anualmente en España, y entre los miles de conflictos de IIº nivel que aterrorizan a muchas familias, hay una enorme diversidad de causas y circunstancias que deben ser analizadas caso por caso.

Pero es evidente que, más allá del pequeño grupo de crímenes derivados de la absoluta locura, hay una gran mayoría de casos en los que todo sucede en medio de circunstancias muy similares:
a.- la separación de parejas entre 30 y 50 años y de nivel económico medio-bajo,
b.- que ya han pasado o están pasando por el trámite de separación judicialmente tutelada, y
c.- en la que hay muchos hombres que, compartiendo con su pareja el trauma que supone la ruptura de una relación larga, en la que siempre quedan cuestiones afectivas, familiares y económicas muy difíciles de superar,......
son castigados por la aplicación de una pauta legal que los hace sentir socialmente acorralados y con un instinto aniquilador que alcanza siempre a la pareja y a su propia vida.

Y, aunque es evidente que eso no justifica nada, todo indica que es esa la circunstancia que los convierte en bombas ambulantes e incapaces de razonar, que, de ser convenientemente desactivadas, evitarían mucho dolor e injusticias irreparables.

La creciente judicialización de los conflictos familiares, y la expeditiva resolución de los mismos mediante un procedimiento que tiende a cargar casi todo el coste económico, familiar y social sobre los hombres, convierte en graves e incontrolables muchos casos que en sí mismos no lo son.
Y el hecho de que la única solución que manejemos sea la de apretar todas las tuercas del castigo, sin intentar nada para aflojar esa presión que se hace incontrolable para las personalidades más débiles, sólo presagia un agravamiento de la situación que los análisis hechos con la omnipresente plantilla del machismo en modo alguno van a lograr entender.

La vigente ley de lucha contra la violencia de género, que no ha erradicado ninguna de las causas del problema, está agravando ciertos desajustes.
Y, aunque lo que se tiene por correcto es decir que todo va de maravilla y por la senda prevista, las mujeres siguen muriendo como antes, en medio de un desorden moral y jurídico que nadie quiere analizar ni reponer.

A Bibiana Aído no le queda más remedio que seguir insistiendo en que tenemos la mejor ley integral contra la violencia de género, y que cualquier rectificación en el modelo sería una catástrofe.
Pero los 4 años transcurridos desde la última redacción de esta ley se empeñan en decir lo contrario, y mientras las mujeres siguen muriendo con implacable cadencia, los efectos derivados de la tosquedad procesal con la que se trata la violencia de género obligan a cuestionarse hasta qué punto es sostenible el extremismo discriminatorio que rige en esta materia.

Contradecir el tópico discurso que sirve de ungüento para tan dolorosas quemaduras sigue siendo misión imposible.
Porque, al igual que en tantas otras cosas, se ha llegado a la conclusión de:
1.- que discutir es justificar,
2.- que los argumentos contra ciertos dogmas son un incentivo para el maltratador, y
3.- que, frente a un tema de tanta envergadura, quiebra cualquier debate sobre las garantías judiciales y sobre las causas que originan el penoso estado de cosas en el que nos encontramos.

Pero la única respuesta articulada fue la de poner a funcionar todo el sistema mediático:
a.- que protege el pensamiento único para que nadie reconozca un error,
b.- para que todo el mundo pida paciencia,
c.- para que la culpa sólo recaiga en la escasez de medios represivos, y
d.- para que, no pudiendo medir el éxito en función de las muertes evitadas, nos acostumbremos a medirlo en relación con:
xxxx las denuncias presentadas,
xxxx los destierros decretados,
xxxx las mujeres acogidas y
xxxx las pulseras implantadas.

Y eso, como ya se ve, es un fracaso.
Porque la represión es absolutamente inútil contra el que ya ha decidido morir.
Y sólo una sociedad moralmente fría, que transfiere toda la responsabilidad ética a las normas objetivas, es capaz de pensar que el suicidio del asesino nos interpela menos y con menos dramatismo que la muerte de la asesinada.
Porque el asesinato y el suicidio son las 2 caras de una misma moneda, y tienen que ser abordadas, como enfermedad o como problema, de forma conjunta, inteligente y civilizada.

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