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8 prevaricaciones en 16 años. Intercesiones en favor de amigos, corrupción y sobornos son algunos de los casos condenados por el Supremo desde la entrada en vigor del Código Penal.
Manuel Altozano Madrid 9 FEB 2012
Participación en confabulaciones para acabar con un grupo empresarial, maniobras para absolver a amigos, aceptación de sobornos, liberación de delincuentes a cambio de dinero... Desde la entrada en vigor del actual Código Penal, el 1 de enero de 1996, la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo solo ha dictado 12 sentencias por prevaricación contra jueces —propias o en casación de sentencias de tribunales superiores de justicia— de las cuales, 8 fueron condenatorias.
El dato indica la buena salud del sistema judicial español, pero también refleja la excepcionalidad del caso de Garzón, con 2 causas abiertas por ese delito casi simultáneamente y juzgadas consecutivamente, una de las cuales acaba de apartarlo de la carrera.
Las condenas, además, solo se han producido en casos especialmente flagrantes y graves. Entre las 4 absoluciones, alguna ha producido un verdadero escándalo.
Javier Gómez de Liaño, extitular del juzgado central 1 de la Audiencia Nacional, fue el 1º caso sonado condenado con la nueva legislación penal.
El Supremo lo sentenció a 15 años de inhabilitación en octubre de 1999 por abrir en falso el caso Sogecable, en el que imputó por apropiación indebida a varios dirigentes de Prisa (editora de EL PAÍS), entre ellos a su presidente Jesús de Polanco, y a su consejero delegado Juan Luis Cebrián, sin que lo denunciara ningún damnificado.
Liaño se permitió llevar en secreto su investigación burlando la decisión de la Sala Penal, que consideraba ese secreto “innecesario, inidóneo y desproporcionado” y sacó adelante la instrucción en contra del criterio del fiscal.
El exjuez, además, impuso a Polanco una fianza de 1,2 millones de euros a pesar de que el propio Liaño afirmó que no existía ningún riesgo de fuga.
Por eso, el Supremo consideró su instrucción “contraria al derecho y sin sujeción a la ley vigente” y lo inhabilitó por 15 años, aunque el Tribunal Europeo de Derechos Humanos lo absolvió después.
2 años más tarde, en diciembre de 2001, el Supremo confirmó la condena del Tribunal Superior de Cataluña contra el magistrado de la Audiencia de Barcelona José Manuel Raposo. Raposo archivó una causa por delito fiscal al considerar que la infracción había prescrito, una actuación que el tribunal consideró “una grosera, clamorosa, flagrante y manifiesta vulneración de la ley”.
El juez condenado, además, mostró un “interés especial y personal” en atribuirse “por las razones que fueren”, la ponencia del caso sin que le correspondiera por turno.
Raposo no fue el único magistrado de la Audiencia de Barcelona inhabilitado.
En 2004, el Supremo confirmó la condena de Juan Poch, que formaba parte de ese mismo tribunal.
Poch presionó a varios jueces para que favorecieran a un amigo suyo en un proceso en el que había en juego 600.000 euros.
En una ocasión, ante una resolución contraria a los intereses de su amigo, se presentó como presidente de sección de la Audiencia en el despacho de la juez que la había redactado para decirle que su decisión era “grave y errónea” y “que estaba llevando a la ruina a una familia”.
Otra de las conductas consideradas prevaricadoras por la Sala que acaba de condenar a Garzón fue la de Justo Gómez Romero, exjuez de la Palma del Condado (Huelva).
El magistrado recomendó un abogado a un hostelero al borde del desahucio.
El letrado exigió 4.808 euros que, según le explicó, irían destinados a que el propio juez paralizara su desalojo, que llevaba un juzgado que no le correspondía.
El juez, tras conseguir paralizarlo unos meses, se plantó en el establecimiento del hostelero y le dijo que no podía parar más el lanzamiento.
Especialmente grave fue el caso de Antonio Vicente Fernández, un juez de instrucción de Málaga que en agosto de 2004 puso en libertad a un narcotraficante y a su esposa después de que el abogado de ambos le ofreciera dinero para que los sacara de la cárcel y les devolviera los cerca de 150.000 euros de los que se incautó la policía durante uno de los registros.
El Tribunal Superior de Justicia de Andalucía lo condenó a 10 años de inhabilitación por prevaricación y 4 años de prisión por cohecho.
El Supremo le levantó este último delito, con lo que no fue a la cárcel, pero confirmó su expulsión de la carrera.
El último caso analizado por el alto tribunal fue el del juez de Marbella Francisco Javier de Urquía.
Urquía fue condenado por el Tribunal Superior andaluz en agosto de 2008 a 2 años de prisión y a 17 de inhabilitación por cohecho y prevaricación.
Urquía, que ocupaba el juzgado de instrucción nº 2 de ese municipio, aceptó 73.800 euros del cerebro del caso Malaya, el ex-asesor de Urbanismo del Ayuntamiento José Antonio Roca, que utilizó para comprar una vivienda.
A cambio, el magistrado prohibió la emisión de un programa de televisión en el que se aludía al inusitado patrimonio de Roca.
Menos de 1 año después, el Supremo confirmó el cohecho, pero rechazó la prevaricación al entender que sus resoluciones, aunque compradas, no habían sido “manifiestamente injustas”.
El dato indica la buena salud del sistema judicial español, pero también refleja la excepcionalidad del caso de Garzón, con 2 causas abiertas por ese delito casi simultáneamente y juzgadas consecutivamente, una de las cuales acaba de apartarlo de la carrera.
Las condenas, además, solo se han producido en casos especialmente flagrantes y graves. Entre las 4 absoluciones, alguna ha producido un verdadero escándalo.
Javier Gómez de Liaño, extitular del juzgado central 1 de la Audiencia Nacional, fue el 1º caso sonado condenado con la nueva legislación penal.
El Supremo lo sentenció a 15 años de inhabilitación en octubre de 1999 por abrir en falso el caso Sogecable, en el que imputó por apropiación indebida a varios dirigentes de Prisa (editora de EL PAÍS), entre ellos a su presidente Jesús de Polanco, y a su consejero delegado Juan Luis Cebrián, sin que lo denunciara ningún damnificado.
Liaño se permitió llevar en secreto su investigación burlando la decisión de la Sala Penal, que consideraba ese secreto “innecesario, inidóneo y desproporcionado” y sacó adelante la instrucción en contra del criterio del fiscal.
El exjuez, además, impuso a Polanco una fianza de 1,2 millones de euros a pesar de que el propio Liaño afirmó que no existía ningún riesgo de fuga.
Por eso, el Supremo consideró su instrucción “contraria al derecho y sin sujeción a la ley vigente” y lo inhabilitó por 15 años, aunque el Tribunal Europeo de Derechos Humanos lo absolvió después.
2 años más tarde, en diciembre de 2001, el Supremo confirmó la condena del Tribunal Superior de Cataluña contra el magistrado de la Audiencia de Barcelona José Manuel Raposo. Raposo archivó una causa por delito fiscal al considerar que la infracción había prescrito, una actuación que el tribunal consideró “una grosera, clamorosa, flagrante y manifiesta vulneración de la ley”.
El juez condenado, además, mostró un “interés especial y personal” en atribuirse “por las razones que fueren”, la ponencia del caso sin que le correspondiera por turno.
Raposo no fue el único magistrado de la Audiencia de Barcelona inhabilitado.
En 2004, el Supremo confirmó la condena de Juan Poch, que formaba parte de ese mismo tribunal.
Poch presionó a varios jueces para que favorecieran a un amigo suyo en un proceso en el que había en juego 600.000 euros.
En una ocasión, ante una resolución contraria a los intereses de su amigo, se presentó como presidente de sección de la Audiencia en el despacho de la juez que la había redactado para decirle que su decisión era “grave y errónea” y “que estaba llevando a la ruina a una familia”.
Otra de las conductas consideradas prevaricadoras por la Sala que acaba de condenar a Garzón fue la de Justo Gómez Romero, exjuez de la Palma del Condado (Huelva).
El magistrado recomendó un abogado a un hostelero al borde del desahucio.
El letrado exigió 4.808 euros que, según le explicó, irían destinados a que el propio juez paralizara su desalojo, que llevaba un juzgado que no le correspondía.
El juez, tras conseguir paralizarlo unos meses, se plantó en el establecimiento del hostelero y le dijo que no podía parar más el lanzamiento.
Especialmente grave fue el caso de Antonio Vicente Fernández, un juez de instrucción de Málaga que en agosto de 2004 puso en libertad a un narcotraficante y a su esposa después de que el abogado de ambos le ofreciera dinero para que los sacara de la cárcel y les devolviera los cerca de 150.000 euros de los que se incautó la policía durante uno de los registros.
El Tribunal Superior de Justicia de Andalucía lo condenó a 10 años de inhabilitación por prevaricación y 4 años de prisión por cohecho.
El Supremo le levantó este último delito, con lo que no fue a la cárcel, pero confirmó su expulsión de la carrera.
El último caso analizado por el alto tribunal fue el del juez de Marbella Francisco Javier de Urquía.
Urquía fue condenado por el Tribunal Superior andaluz en agosto de 2008 a 2 años de prisión y a 17 de inhabilitación por cohecho y prevaricación.
Urquía, que ocupaba el juzgado de instrucción nº 2 de ese municipio, aceptó 73.800 euros del cerebro del caso Malaya, el ex-asesor de Urbanismo del Ayuntamiento José Antonio Roca, que utilizó para comprar una vivienda.
A cambio, el magistrado prohibió la emisión de un programa de televisión en el que se aludía al inusitado patrimonio de Roca.
Menos de 1 año después, el Supremo confirmó el cohecho, pero rechazó la prevaricación al entender que sus resoluciones, aunque compradas, no habían sido “manifiestamente injustas”.
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