jueves, 1 de julio de 2010

Los niños no se divorcian

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Los niños no se divorcian
Quisiera compartir tanto mi experiencia profesional, como un artículo en el que baso este escrito para que enten­da­mos cómo el divorcio afecta a los hijos.
Los niños no se divorcian es el título de un libro escrito por la psicoanalista Beatriz Salz­berg, quien nos introduce en el tema de cómo ayudar a los ni­ños en la crisis de un divorcio.

El divorcio es un tema complicado del cual no nos gusta ha­blar, sin embargo es una realidad que a veces se vuelve ine­lu­di­ble y que puede, si es llevado a cabo de forma madura, ser una solución adecuada, pues permite a los niños crecer en un am­biente menos conflictivo.

El divorcio es una crisis que afecta a todo el grupo familiar, y como en toda crisis, se puede aprender de ella y superarla; sin em­bargo, vemos con frecuencia cómo las parejas divorciadas con­tinúan peleando durante años porque no pueden concluir lo que llamamos el “divorcio emocional”, siguen “casados” pe­ro con la pelea, detenidos repitiendo situaciones de dolor, ira, fra­caso y venganza.
Y es que el divorcio emocional comienza mu­cho antes que el legal.

¿Cómo afecta un divorcio a los hijos?
Hoy por hoy no que­da duda de las huellas que el divorcio deja en las experiencias emo­cionales de un niño o de un adolescente.
Hay que entender que la separación de los padres, aunque se lleve a cabo de la for­ma menos traumática, siempre conlleva dolor, ya que hay una pérdida real de la pareja de padres juntos dentro del hogar; el niño sigue teniendo a sus padres, y esto es central, pero no jun­tos.
A veces pensamos que los niños no se dan cuenta de lo que sucede, y menos si son pequeños, pero esto no es cierto por­que la relación en conflicto genera un clima de ansiedad que el niño capta aun cuando los padres deseen disimularla.

En el matrimonio confluyen dos tipos de lazos: los con­yu­ga­les y los parentales.
El divorcio sólo disuelve los primeros, sin embargo, a veces los ex esposos heridos dejan de lado su fun­ción de ser padre y se vuelven ajenos al dolor de sus hijos; per­didos en su rabia o su frustración, se olvidan de diferenciar en­tre el dolor propio y el de los hijos.

El niño, entonces, se en­cuen­tra que con la separación sus padres, estos adultos que de­be­rían ser responsables y con quienes él siempre ha contado, se con­vierten en seres violentos, explosivos, infantiles e impa­cien­tes que lo castigan por algo que no hizo, cayendo a veces en la uti­lización de los hijos para sus fines personales, perjudicando su futuro y comprometiéndolos tácitamente a cumplir con fun­cio­nes que no les corresponden, como cuidar de la seguridad fí­si­ca de unos de los cónyuges al que protegen de la violencia del otro;
“espiar” a uno contra el otro, cayendo a veces hasta de do­ble espía;
colocarlos de mediador de los problemas econó­mi­cos;
ponerlos a escoger a quién quieren más o a encargarse de sus hermanos pequeños, etc.
Toda vez que se le coloca en me­dio de la batalla, escuchando las descalificaciones, mirando la vio­lencia, se le está maltratando.

Como señala la doctora Salzberg:
“Los padres divorciados de­berán saber que tienen que elaborar el duelo por el ma­tri­mo­nio muerto y asumir que se terminó —aunque uno no lo haya que­rido— y superar la posición de víctima o culpable”.
Un hom­bre y una mujer pueden haber sido incapaces de hacer un buen matrimonio, pero todavía pueden hacer del divorcio una ex­periencia positiva.
Es preferible que los padres estén bien se­pa­rados a mal unidos.

Lo que más preocupa a un niño cuando se da un divorcio es la pérdida de la protección; también le asusta tener la culpa de lo que sucede, ya que los niños piensan que todo gira en tor­no a ellos. Durante el divorcio, es común observar en el niño tris­teza, desinterés, apatía, temor ante el futuro, al rechazo, mie­do, rabia, etc., así como problemas de conductas, dificultades pa­ra el buen rendimiento escolar, expulsiones, maltrato a sus com­pañeros y pesadillas.

Emociones y conductas que a veces no son comprendidas por los padres o el colegio, porque no lo re­la­cionan con el divorcio.
No es que el hijo de padres divorciados sea siempre por­ta­dor de una patología, pero sí depende su futuro de cómo lo ayu­den a enfrentarlo.
Es importante que el niño pueda ex­pre­sar lo que siente; hay que prepararlo con tiempo, hablar con él, de­cirle algo así como “papá y mamá tienen problemas, están bus­cando una solución, es posible que se separen para así po­der estar todos más tranquilos”.

Frases como ésta son modos de enseñarles a expresar la dificultad por la que se está atra­ve­san­do; la forma en que se dan esas explicaciones es funda­men­tal.
Para hacer las cosas menos difíciles se deben promover fá­ci­les y frecuentes encuentros con el padre que se va, hay que pre­servar su imagen, sin sobrevalorarlo o denigrarlo.
Los en­cuen­tros con el padre que se fue es mejor que se den, por lo me­nos al principio, fuera del contexto de la pareja, ya que ver a los pa­dres juntos remueve la esperanza de que se vayan a volver a unir.

Por ello, debemos ayudar a nuestro hijo a no sentirse cul­pa­ble ni creer que él es la causa del divorcio, no permitirle entrar a la batalla, ser escuchado como sujeto y no como un objeto a dis­poner arbitrariamente por uno u otro de los cónyuges, sentir que lo siguen queriendo como antes del divorcio, informarlo so­bre lo que está ocurriendo y favorecer la expresión de sus opi­niones, temores y angustias.

Los buenos acuerdos permiten un sano desarrollo emo­cio­nal.
Prevenir y tomarse el tiempo para conversar con los hijos evi­tará tener que curar.

Proyecto vida. Programa de prevención comunitaria
Beatriz Poler / beaberpol@gmail.com

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