Por Juan-Carlos Arias, 11/11/2018
El Estado español lleva años encabezando el ranking de divorcios en Europa. Según el INE, se rompen, desde la boda o unión de hecho, 7 parejas de cada 10. La convivencia dura un máximo 16 años de media. Desde la 2ª Ley del divorcio española de 1981 se han divorciado casi 3 millones de parejas.
La 1ª se promulgó en 1932; se derogó en 1939.
Las 2 normas pro-divorcio fueron, durante la IIª República y la transición tras el franquismo, tenazmente contestadas por la jerarquía católica. Invocaron, en sendas ocasiones, la indisolubilidad del matrimonio, la orfandad afectiva de hijos tras la ruptura, el ‘maldito’ pecado y normas canónicas. Éstas –debe decirse– sólo alcanzan al clero, son inaplicables entre desposados. Llamativamente, sacerdotes y monjas no se casan, ni pueden procrear según un estado foráneo (Vaticano) al que obedecen quienes son parte de la plantilla eclesial. Más llamativo.
La Ley de Divorcio de 1981 se promulgó durante la presidencia del inolvidable Adolfo Suárez. La concibió su Ministro de Justicia, Francisco Fernández Ordóñez. Se consideró progresista y protectora de la parte más vulnerable antes, mientras y cuando se sentencia el divorcio judicial: madre y descendientes. Interminables trámites y requisitos de una justicia lenta la hicieron poco operativa. Al tiempo, profesionales libres del derecho se reinventaron como expertos en familia, jurisdicción que ahora hasta tiene órganos singulares. Pero colapsados por la conflictividad existente.
Desde la reforma legal del presidente José Luis Rodríguez Zapatero (conocida como del ‘Divorcio Exprés’), en 2005, separarse es más ágil. Ni hace falta alegar causa, ni dejar de convivir previamente. El litigio bascula sobre lo mismo: madres, parejas o esposas vulneradas e hijos/as a la deriva económica y afectiva. El abuso es, lo veremos, omnipresente. Sin exclusiva de faldas o pantalones. Las trampas, trucos y recovecos legales más una jurisprudencia que usan los letrados contendientes, según les convenga, hacen el resto.
Los pleitos sobre el divorcio de casados o ruptura de parejas ‘de hecho’, incluyendo seres del mismo sexo -pueden desposarse desde 2005- en España, decíamos que colapsan nuestros juzgados de familia. Algo les alivian los divorcios no contenciosos. Pueden tramitarse en notarías donde, igualmente, se escrituran bienes y fijan pensiones tras acuerdo de ruptura.
Es decir, los números del divorcio en España, su relevancia e influencia social no son datos vacuos. No debemos buscarlos sólo en expedientes judiciales civiles. Al fenómeno debemos añadir incontables delitos que se cometen en procesos de ruptura más los singulares de violencia de género (VdG). Esta es una nueva jurisdicción donde se ventilan divorcios muy conflictivos amén de conductas especificadas en el vigente Código Penal.
¿Ganadores, perdedoras?
Popularmente se oculta, pues los latinos esquivamos la adversidad endilgando culpas a extraños, que el divorcio es sinónimo de fracaso de dos personas que finiquitaron afectos y plan de vida. No es azaroso lo afirmado. La cultura anglosajona, luterana y liberal contempla el error como experiencia que ayuda a superar obstáculos futuros, herramienta para crecer personalmente u oportunidad para hacerlo bien tras fallar. Los angloparlantes llaman ‘looser’ al perdedor/a o ‘winner’ al ganador/a. Tales conceptos deben entenderse en un plano de sana competencia.
Traducimos. En la patria de Cervantes el macho ‘ganador’ se hartó de una mala persona ‘perdedora’, por lo intuido del machismo sociológico. Vuelven a perder las mujeres esta batalla como víctimas. El ‘qué dirán’ social inclusive da juego y justifica conductas insólitas en seres apacibles. El divorcio crispa al más tranquilo/a, crea bandos familiares y, entre amistades, inventa infamias y saca del armario a quien nunca estuvo allí. Nos interrogamos por más ‘perdedores’: ¿Qué hacemos con hijos/as, menores, emancipados? Aquí hay otro quid del divorcio patrio.
La batalla del divorcio que mantienen los litigantes causa daños a las partes en pugna. Lo ve cualquiera, excepto los contrincantes.
Las 2 normas pro-divorcio fueron, durante la IIª República y la transición tras el franquismo, tenazmente contestadas por la jerarquía católica. Invocaron, en sendas ocasiones, la indisolubilidad del matrimonio, la orfandad afectiva de hijos tras la ruptura, el ‘maldito’ pecado y normas canónicas. Éstas –debe decirse– sólo alcanzan al clero, son inaplicables entre desposados. Llamativamente, sacerdotes y monjas no se casan, ni pueden procrear según un estado foráneo (Vaticano) al que obedecen quienes son parte de la plantilla eclesial. Más llamativo.
La Ley de Divorcio de 1981 se promulgó durante la presidencia del inolvidable Adolfo Suárez. La concibió su Ministro de Justicia, Francisco Fernández Ordóñez. Se consideró progresista y protectora de la parte más vulnerable antes, mientras y cuando se sentencia el divorcio judicial: madre y descendientes. Interminables trámites y requisitos de una justicia lenta la hicieron poco operativa. Al tiempo, profesionales libres del derecho se reinventaron como expertos en familia, jurisdicción que ahora hasta tiene órganos singulares. Pero colapsados por la conflictividad existente.
Desde la reforma legal del presidente José Luis Rodríguez Zapatero (conocida como del ‘Divorcio Exprés’), en 2005, separarse es más ágil. Ni hace falta alegar causa, ni dejar de convivir previamente. El litigio bascula sobre lo mismo: madres, parejas o esposas vulneradas e hijos/as a la deriva económica y afectiva. El abuso es, lo veremos, omnipresente. Sin exclusiva de faldas o pantalones. Las trampas, trucos y recovecos legales más una jurisprudencia que usan los letrados contendientes, según les convenga, hacen el resto.
Los pleitos sobre el divorcio de casados o ruptura de parejas ‘de hecho’, incluyendo seres del mismo sexo -pueden desposarse desde 2005- en España, decíamos que colapsan nuestros juzgados de familia. Algo les alivian los divorcios no contenciosos. Pueden tramitarse en notarías donde, igualmente, se escrituran bienes y fijan pensiones tras acuerdo de ruptura.
Es decir, los números del divorcio en España, su relevancia e influencia social no son datos vacuos. No debemos buscarlos sólo en expedientes judiciales civiles. Al fenómeno debemos añadir incontables delitos que se cometen en procesos de ruptura más los singulares de violencia de género (VdG). Esta es una nueva jurisdicción donde se ventilan divorcios muy conflictivos amén de conductas especificadas en el vigente Código Penal.
¿Ganadores, perdedoras?
Popularmente se oculta, pues los latinos esquivamos la adversidad endilgando culpas a extraños, que el divorcio es sinónimo de fracaso de dos personas que finiquitaron afectos y plan de vida. No es azaroso lo afirmado. La cultura anglosajona, luterana y liberal contempla el error como experiencia que ayuda a superar obstáculos futuros, herramienta para crecer personalmente u oportunidad para hacerlo bien tras fallar. Los angloparlantes llaman ‘looser’ al perdedor/a o ‘winner’ al ganador/a. Tales conceptos deben entenderse en un plano de sana competencia.
Traducimos. En la patria de Cervantes el macho ‘ganador’ se hartó de una mala persona ‘perdedora’, por lo intuido del machismo sociológico. Vuelven a perder las mujeres esta batalla como víctimas. El ‘qué dirán’ social inclusive da juego y justifica conductas insólitas en seres apacibles. El divorcio crispa al más tranquilo/a, crea bandos familiares y, entre amistades, inventa infamias y saca del armario a quien nunca estuvo allí. Nos interrogamos por más ‘perdedores’: ¿Qué hacemos con hijos/as, menores, emancipados? Aquí hay otro quid del divorcio patrio.
La batalla del divorcio que mantienen los litigantes causa daños a las partes en pugna. Lo ve cualquiera, excepto los contrincantes.
El ‘divorcio exprés’ concentra todo en una vista judicial. Le suceden procesos interminables y costosos, como la liquidación de los bienes tras la ruptura cuando éstos se adquirieron mientras duró la convivencia. Quienes luchan encarnizadamente el divorcio se empobrecen pagando pensiones, alquileres y honorarios de letrados, procuradores, peritos, psicólogos, etc.
En España muchos divorcios tormentosos podrían evitarse si se pactaran acuerdos prematrimoniales. Ahí pueden plasmarse los escenarios posibles tras el cese de la convivencia. Más económico, y sensato, es suscribir capitulaciones matrimoniales (separación de bienes) ante notario cuando el afecto, cariño y amor están intactos. Dicha alternativa es especialmente recomendable cuando hay desequilibrio patrimonial o de ingresos, o los 2, de quienes integran la feliz pareja. Es imperativo hacerlo en frío, antes que rutinas, desamores o terceros/as lo estropeen y suban las temperaturas.Más frío, aunque efectivo, es acordar la separación mediante una novedosa aplicación de móvil llamada ‘Iurisfy’. La inventaron los abogados Ángel García, Carmen Cabalga y Ximena Bernaldo. Trámites y propuestas pre-divorcio se hacen telefónicamente, sin visitar bufete alguno. Los interesados, para culminar el proceso, acuden al juzgado -o delegan en su procurador- para ratificar el pacto alcanzado. La sentencia está en días.
Lo más penoso es que, en juzgados, salpique el odio que antes fue todo lo contrario. La crisis global que sufrimos desde 2008/09 aminoró el volumen de divorcios por el empobrecimiento generalizado, penalidades que alcanzó a la clase media, austeridad del gasto, despidos y descenso de ingresos.
Eso fue una bomba muda. Estalló con la recuperación que repiten que gozamos políticos y economistas de salón. Subió el número de divorcios. El alza del consumo vitalizó nuevas parejas sobre otras fragmentadas. Eso dicen los expertos. Pero callan ante las consecuencias económicas, sociales y emocionales de madres, ex parejas e hijos/as del divorcio. Llegados hasta aquí, vale aquella máxima de ‘a río revuelto, ganancia de pescadores’.
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