La agresión en grupo a una menor en la Mercè y la denuncia
de la concejala Maria Rovira ponen bajo el foco un asunto enquistado: los
ataques sexuales contra las mujeres. En el Día Mundial de la No Violencia, nos
planteamos por qué persisten.
¿Cómo pudo ser que el
mismo tipo que ya en el 2005 admitió, bajo juramento, haber comprado un sedante
para administrarlo a las mujeres con las que quería tener relaciones sexuales
pudiera mantener intacta su sonrisa? En julio del 2015, la revista ‘New York
Magazine’ llegó al quiosco con la portada «35 mujeres hablan sobre las
agresiones de Bill Cosby, y la cultura que no quiso escucharlas». Apenas unos
meses atrás, una biografía monumental no dedicaba ni una línea a investigar las
denuncias que oficialmente arrastraba desde el 2004 y extraoficialmente desde
los años 70. «Mi esperanza es que otras mujeres abusadas no se vean intimidadas
a callar por culpa de los ricos, famosos y poderosos», dijo Barbara Bowman, la
mujer que abrió fuego.
La comandante Zaida Cantera denunció por acoso sexual a su
superior, Isidro Lezcano-Mújica, que fue condenado a 2 años y 10 meses
de cárcel. La militar dejó el Ejército y fue fichada como nº 6 de Pedro
Sánchez. Durante el proceso, el acusado fue ascendido a coronel, lo que llevó a
que PP y PSOE tramitaran una enmienda para poder degradar a los militares
condenados. Por cierto, que el sentenciado denunció sin éxito a Cantera por
injurias.
Tras sufrir una agresión en la calle, la concejala de la
CUP denunció puntos ciegos de la atención policial y el código penal: los agentes
le comentaron que los agresores «son enfermos», y le preguntaron si la
habían intentado robar. «Entonces podríamos poner que es un intento de hurto
con violencia y sería un delito más grave». «Me quedé estupefacta de que la
pena fuera superior cuando se sustrae un objeto inanimado que cuando se ataca
el cuerpo de una mujer».
Los abogados del entonces director del FMI, Dominique
Strauss Kahn, lograron que la fiscalía de Nueva York retirara los cargos por la
presunta violación de esta limpiadora. Tras su denuncia, el ‘New York Post’ la
llamó prostituta y analistas incluso hablaron de conspiración política. Sin
embargo, otras mujeres, desde estudiantes hasta subordinadas y periodistas,
completaron el retrato de DSK como predador sexual y lo abocaron a su tumba
política.
Shonali había ido a una boda y había estado hablando con un
invitado. Tras unas copas, se lo llevó a casa. Y tras unas caricias, quiso
parar. Algo no le gustaba. ¿Y si dormían? Durmieron. Pero a las 4:00 de la
mañana, se despertó con su invitado «encima y dentro». «Quería chillar.
Empujarlo. Pero no podía. Estaba paralizada. Y el tiempo no pasaba, era un
bucle sin fin». La eternidad acabó, pero ella siguió en shock. ¿Pero qué
has hecho? ¿Estás loco?, le chilló. Él dijo que lo sentía, que pensaba que ella
quería, que estaba teniendo problemas. Shonali tardó un rato en darse cuenta de
que no había usado preservativo -«yo, que siempre lo he utilizado»- y aún más
en admitir que había sufrido una violación. «¿Entiendes qué te ha pasado?», le dijo la enfermera
cuando fue a hacerse pruebas médicas y explicó que había tenido una relación
sin condón ni consentimiento.
La pregunta abrió las compuertas de una realidad que entró
en tromba y que ella, aún conmocionada, se negaba a mirar. «Durante horas
no pude parar de llorar. Y del llanto
pasé al pánico, la vergüenza, la culpa. La sentía hasta en los
huesos. Durante mucho tiempo, repasaba los hechos y pensaba en qué momento
erré; decidir qué me ponía era un mundo, y hacer planes o coger el metro, como
subir el Everest. No dormí durante 3 años. Cada noche me despertaba,
agarrotada, a las 4:00 de la mañana». La policía no investigó el caso; de
hecho, la responsabilizaron. Y ella, sola, asumió su recuperación. Hoy, 6
años después, está bien: vive tranquila y es capaz de decir que aquella
madrugada, sobre su cama, no hubo más culpable que su agresor (...)
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