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EL LADO OSCURO DEL SER HUMANO
10/5/2008
No me tiente, no me tiente...
Como escribe Freud, "lo que ninguna alma humana desea no hace falta prohibirlo". El 'no matarás' revela inclinación a matar.
• Las tentaciones fuertes son las que tienen que ver con lo prohibido mismo, no con el gusto por transgredir.
MANUEL Cruz*
Hace escasos días me veía invitado a reflexionar en voz alta acerca del tema de las tentaciones y, aunque la pregunta que entonces se me planteaba era otra (¿es posible no caer en la tentación?), quizá ahora, en este otro contexto --algo menos volátil que aquel-- convendrá iniciar la reflexión desde el mismo principio. Esto es, pregun- tándonos de qué hablamos cuando hablamos de tentación.
Y la respuesta, de acuerdo con el Diccionario de uso del español, de María Moliner, es que tentación significa plantearse "hacer cierta cosa que hay razones para no hacer".
Analicemos, aunque sea muy rápidamente, esto.
De momento, lo que se desprende de la definición es que la tentación no tiene que ver con algo positivo, bueno, aceptable o incluso normal.
Uno no dice --como no sea irónicamente-- cosas tales como "tengo la tentación de darle una limosna a un pobre", "tengo la tentación de cenar" (si son las diez de la noche), "tengo la tentación de acostarme" (si son las doce de la noche) o "tengo la tentación de hacer la declaración de la renta" (si uno es asalariado y está a finales de junio).
La tentación, por tanto, tiene que ver con lo negativo, con aquello que, según decíamos, hay razones para no hacer.
Eso puede, a su vez, significar más de una cosa.
Puede significar, simplemente, que nos tienta aquello que alguna norma declara prohibido.
Hay quienes se quedan aquí, sin avanzar un paso más: es el caso de todos aquellos que teorizan que la prohibición misma es la que genera el anhelo de transgresión (y, por tanto, la tentación).
Esta afirmación general puede e incluso acostumbra a tener aplicaciones prácticas, como cuando se teoriza que lo que hay que hacer con las drogas (ilegales) es eliminar el aura que tienen de prohibidas y, de esta forma, despojarlas de su tentadora magia.
A mi juicio, la tentación de transgredir una norma por el mero hecho de que nos venga impuesta no es todavía tentación en sentido fuerte.
Es escaso el atractivo de saltarse el semáforo en rojo, por más prohibido que esté. ¿Por qué? Porque uno conoce el motivo de la prohibición, e incluso puede aceptarlo sin mayores problemas: los semáforos están para ordenar el tráfico y evitar en lo posible los accidentes.
Se trata, pues, de una norma que tiene una función práctica basada en un interés común que no presenta misterio alguno.
De hecho, la mayor parte de normas poseen este carácter y, tanto su evolución a lo largo del tiempo como su diferente aplicación según contextos, no hacen sino subrayar la señalada función práctica.
Lo que es como decir que tales normas son transparentes: dejan ver, a través suyo, el orden social y los intereses que pretenden salvaguardar.
EN REALIDAD,las tentaciones fuertes, potentes, son las que tienen que ver con lo prohibido mismo, no con el gusto (en cierto modo secundario, adolescente) por la transgresión.
Gusto, por lo demás, muy característico, como su necesario reverso, de la tradición católica.
La tradición protestante, en cambio, en la medida en que patrocina el proceso de interiorización de las normas, desactiva al propio tiempo ese tipo de satisfacción.
O, si me permiten que plantee esto mismo utilizando por un momento la terminología filosófica (de Kant): quizá uno puede obtener una íntima gratificación por transgredir una norma moral heterónoma --venida de fuera--, pero cuando esta se convierte en autónoma --asumida por el propio agente--, lo que se experimenta con la transgresión es mala conciencia.
Importa, pues, atender al objeto mismo de la tentación para intentar identificar su atractivo, el magnetismo que ejerce sobre nosotros.
Una atracción, un magnetismo, difícil de entender, según estamos viendo, desde la lógica secularizada en la que viven instaladas las sociedades modernas.
Porque, probablemente, la ley o norma que mejor señaliza la tentación es la más ancestral, la menos susceptible de ser racionalizada. Me refiero al tabú.
El tabú es, por definición, una norma opaca, una prohibición que (aunque lo pueda tener, como sabemos a través de la antropología) no transparenta para quienes lo obedecen interés práctico alguno (tipo orden social, mantenimiento de la especie o cualquier otro similar), sino que marca la frontera con el mal o, mejor aún, con lo malo en sí mismo.
LA TENTACIÓN muestra, examinada desde este lugar, su más profundo carácter.
Ella no es otra cosa que el eco del mal --en ocasiones, de lo peor del mundo-- resonando en nuestro propio interior. De ahí la insistencia anterior en no distraernos demasiado con la norma o con la ley, dimensiones en cierto sentido laterales del asunto. Porque norma y ley dibujan, en el mejor de los casos, los confines del mal, pero no su contenido.
La tentación, en cambio, permite hacer visible --con todo su desgarro, con toda su íntima contradicción-- el lado oscuro de nosotros mismos, pugnando por ser real.
O, por decirlo con las palabras que empleaba Sigmund Freud en Lo siniestro: "Lo que ninguna alma humana desea, no hace falta prohibirlo. Precisamente la acentuación del mandamiento "no matarás" nos ofrece la seguridad de que descendemos de una larguísima serie de generaciones de asesinos, que llevamos el placer de matar, como quizá aún nosotros mismos, en la masa de la sangre".
* Catedrático de Filosofía de la UB. Director de la revista Barcelona Metrópolis.
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