lunes, 2 de mayo de 2022

Divorcio y violencia doméstica

Magdalena Entrenas, Blogopolis, 1 mayo 2022 
A partir de 1981 la Ley del divorcio, ansiada por muchos, fruto del demonio para otros, permitió la disolución del vínculo matrimonial, aunque fuera pasando por una separación previa y hubiera que demostrar el abandono injustificado del hogar, la infidelidad, el alcoholismo, la toxicomanía, las perturbaciones mentales, o cualquier incumplimiento de los deberes conyugales. 
Eso, o esperar larguísimos periodos de cese de la convivencia conyugal.
Entonces no imaginábamos otra guarda y custodia de los hijos menores que no fuera la exclusiva de uno de los progenitores, con el hándicap de que los menores de 7 años, por imperativo legal, quedaban obligatoria-mente al cuidado de la madre
Y de ahí, el uso de la vivienda y fijación de una pensión ineludible.
Esa preferencia materna duró hasta 1990, cuando fue suprimida en una nueva reforma del Código Civil en aplicación del principio de no discriminación por razón de sexo. El giro que había dado la historia llevó por efecto del péndulo a una clara discriminación del varón. 
Recuerdo haber firmado en 1989 en las ramblas de Barcelona una petición de cambio legislativo ante la estampa sorprendente de un grupo de hombres que se manifestaban y clamaban, cada día, por la pérdida automática de la custodia de los hijos.
Aquella reforma hizo desaparecer la imposición legal, pero la custodia materna siguió siendo la “norma” no escrita dado el modelo familiar imperante, que las mujeres eran las cuidadoras reales de la familia y que una gran mayoría carecía de independencia económica, por falta de incorporación al mercado laboral. Los roles instalados en nuestro ADN durante siglos no podían desaparecer de repente.
Por otro lado, el sistema seguía siendo perverso al descansar en el concepto de “culpa”, así que para desembarazarse del vínculo matrimonial, ese que hacía sufrir a muchas mujeres y también a los hombres, había que librar una cruenta guerra de “culpas”, cuyo resultado nada tenía que ver muchas veces con el interés de los hijos.
Y así estuvimos muchos años, en los que aprendí y comprendí que el maltrato y la perversión en las relaciones de pareja no tenían - no lo tienen- límite. Que ante los prejuicios de carácter social o psicológico que imperaban, el silencio era la norma. 
Y que, aunque eran las mujeres casi siempre las víctimas de aquel horror, también existían hombres presos del mismo tabú.
Juan era un hombre menudo, de pocas palabras, sencillo. Cada día iba de su casa al trabajo a ganar el jornal para una familia de la que los hijos ya habían volado. A Felisa la describía como una mujer fuerte, que crio a los hijos y nunca trabajó fuera. Ahora se había refugiado en un grupo religioso. No le hablaba y no le dejaba entrar en el dormitorio, así que llevaba años durmiendo en un sofá del salón y aunque cada día le preparaba la comida, se la servía en el plato del perro. Un día trajo en uno de sus brazos varios moratones y me confesó turbado y avergonzado que ella, a veces, le pegaba. “Pero no es eso lo peor”, me dijo, “lo que no puedo soportar más es que me mire y me diga: no sirves pa’ná, pa’ná, pa’ná
El día que le di su Sentencia, lloramos juntos.

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