Al contrario de lo que ocurre en cualquier otro contrato, los efectos perversos del divorcio pueden durar toda la vida. Al menos en España.
O sea, ud. monta una empresa con su amigo Paco para exportar cogollos de Tudela, pongamos por caso. Al cabo de un tiempo ven que la cosa va mal; la empresa ya no es viable y deciden disolver la sociedad. No pasa nada. Liquidan el negocio, reparten lo que les quede -beneficios y pérdidas- y se despiden: que te vaya bien, querido amigo; fue bueno mientras duró, se acabó lo que se daba. Y hasta luego, Lucas. Tu a Boston y yo a California.
Sin embargo, aunque parezca que el divorcio en España es un procedimiento rápido y sencillo, la realidad es muy diferente. Sí, pero no. Es cierto que hoy, despenalizadas y desaparecidas las causas legales de divorcio -el adulterio o la condición homosexual de uno de los cónyuges, por ejemplo-, la disolución matrimonial es prácticamente automática.
Sin embargo, aunque parezca que el divorcio en España es un procedimiento rápido y sencillo, la realidad es muy diferente. Sí, pero no. Es cierto que hoy, despenalizadas y desaparecidas las causas legales de divorcio -el adulterio o la condición homosexual de uno de los cónyuges, por ejemplo-, la disolución matrimonial es prácticamente automática.
No hace falta invocar ningún ‘incumplimiento’ de contrato. No hay que justificar nada. Basta que uno de los cónyuges se persone en el juzgado y exprese su voluntad de liquidar el contrato matrimonial para obtener el divorcio. Fácil, ¿no? Además, como no hay ningún ‘fiscal’ que defienda el ’vinculo’ -hasta la Santa Madre Iglesia, Católica, Apostólica y Romana se desentiende del asunto en los matrimonios canónicos-, pues miel sobre hojuelas. Ancha es Castilla.
Paradójicamente, cuando ese procedimiento de divorcio casi quirúrgico, frío, aséptico y tasado, pasa por el infame tamiz de jueces y tribunales y se materializa en sentencia, se suele convertir en un volcán de consecuencias económicas, afectivas y familiares letales, sorprendentemente vitalicias muchas veces -hasta que la muerte los separe- para uno de los cónyuges. Típicamente para el hombre, dado nuestro inefable sistema judicial que otorga una especial protección a la mujer, como si ésta fuera menor de edad o no tuviera los mismos derechos y obligaciones que el hombre.
Eso, en el caso, improbable, de que se trate de un divorcio ‘amistoso’. Porque si el divorcio es contencioso -como son la mayoría- y el matrimonio tiene hijos, ya ni les cuento. Y si encima media una denuncia por ‘violencia de género’ (de la mujer hacia el hombre, por definición; lo contrario no existe), el divorcio se criminaliza. Ya no se verá en un juzgado de familia, sino en un juzgado de excepción, con jueces y tribunales ad hoc -Juzgados de Violencia contra la Mujer los llaman-, que, además de juzgar el presunto delito de maltrato, tramitará y dictará la sentencia de divorcio -y cualquiera de sus derivadas en el futuro- por mucho que el varón resulte absuelto de cualquier delito de ‘violencia’.
Paradójicamente, cuando ese procedimiento de divorcio casi quirúrgico, frío, aséptico y tasado, pasa por el infame tamiz de jueces y tribunales y se materializa en sentencia, se suele convertir en un volcán de consecuencias económicas, afectivas y familiares letales, sorprendentemente vitalicias muchas veces -hasta que la muerte los separe- para uno de los cónyuges. Típicamente para el hombre, dado nuestro inefable sistema judicial que otorga una especial protección a la mujer, como si ésta fuera menor de edad o no tuviera los mismos derechos y obligaciones que el hombre.
Eso, en el caso, improbable, de que se trate de un divorcio ‘amistoso’. Porque si el divorcio es contencioso -como son la mayoría- y el matrimonio tiene hijos, ya ni les cuento. Y si encima media una denuncia por ‘violencia de género’ (de la mujer hacia el hombre, por definición; lo contrario no existe), el divorcio se criminaliza. Ya no se verá en un juzgado de familia, sino en un juzgado de excepción, con jueces y tribunales ad hoc -Juzgados de Violencia contra la Mujer los llaman-, que, además de juzgar el presunto delito de maltrato, tramitará y dictará la sentencia de divorcio -y cualquiera de sus derivadas en el futuro- por mucho que el varón resulte absuelto de cualquier delito de ‘violencia’.
O sea: el procedimiento de divorcio estará viciado de entrada, ‘contaminado’, con un más que previsible resultado. Por eso, en 2 de cada 3 divorcios contenciosos hay denuncias por ‘maltrato’.
Y si no, que se lo digan a Juan. Un honrado currante de clase media, casado por la Iglesia en régimen de gananciales, y con 3 hijos y 25 años de matrimonio a las espaldas. Un tipo como tantos, que desde lo del himeneo se ha deslomado trabajando para sacar adelante a sus hijos y a la madre que los parió. Y digo esto, porque lo 1º que hace su amante esposa tras la boda es quitarse de en medio, laboralmente hablando, por aquello de la educación y cuidado de los hijos, tan tradicional ella. Encantada de que su maridito la retire del curro; su estupendo y lucrativo trabajo de empleada en una óptica.
Y en ese plan 25 años -a ver si ganas más dinero Juan, que no nos llega- hasta que sus retoños, bien criados y rollizos, alcanzan la categoría de JASP, Joven Aunque Sobradamente Preparado: ingeniero de telecomunicaciones o licenciado en administración de empresas, pongamos por caso. Es entonces, y sólo entonces, una vez que la arpía ve satisfechas sus necesidades proteicas y las de sus hijos –y a su partenaire poco apto ya para otros menesteres lúdicos– cuando un buen día, inesperadamente, le dice que se acabó el carbón. Que ha hablado con una abogada y que se divorcia. O sea, que se queda con la casa, con el coche y con sus hijos; y que, además, quiere la mitad de su sueldo. Y si el infeliz y aturdido Juan, que no acaba de creerse lo que le está pasando, intenta replicar, no duda en amenazarlo: «Pues te vas a enterar lo mala que soy» -dice la víbora-. Y le pone una denuncia por maltrato psicológico.
El resultado lo pueden imaginar. Aplicado el protocolo policial de la ley de ‘violencia de género’, Juan es inmediatamente detenido. Y sin necesidad de ninguna prueba, sin juez ni juicio, lo encierran en un calabozo hasta 3 días. Lo fichan, le toman muestras de ADN y lo registran en una base de datos de ‘maltratadores’. Luego, el juicio sumarísimo en un juzgado de Violencia contra la Mujer. Como un criminal.
Afortunadamente Juan es absuelto, pero no sale indemne. En el posterior procedimiento de divorcio -3 años de angustia- pierde sus hijos, la custodia compartida de su hija pequeña, su casa, sus cosas personales y hasta el perro. Todo. Menos mal que conserva su trabajo y una salud quebrada. Con todo, lo más injusto, lo más incomprensible y lo que más le irrita –aparte de la obligación de pagar una pensión de alimentos a sus retoños JASP hasta que encuentren trabajo- es la decisión judicial de tener que pagar, hasta que la muerte los separe, una pensión compensatoria a su ex mujer. Por los servicios prestados, oiga. Por el ‘desequilibrio económico’ ocasionado por un divorcio que él no ha querido, ni buscado. Alucinante.
En fin. Claro que el "rien ne va plus" de este surrealista panorama judicial llega cuando Juan se entera de lo de la pensión de viudedad. Que sus 40 años de cotización a la seguridad social servirán para que, cuando él la palme, su ex mujer, si vive, se convierta en su desconsolada ‘viuda’ y perciba una pensión vitalicia -otra- de viudedad, ésta con cargo a los presupuestos generales del Estado. Por encima de los derechos de una 2ª esposa, si la hubiera. ¿Qué no se lo creen? Pues es lo que hay.
Para que luego nos vengan con lo de la bajísima tasa de natalidad en España y con que la gente ya no se casa. O sea.
Y si no, que se lo digan a Juan. Un honrado currante de clase media, casado por la Iglesia en régimen de gananciales, y con 3 hijos y 25 años de matrimonio a las espaldas. Un tipo como tantos, que desde lo del himeneo se ha deslomado trabajando para sacar adelante a sus hijos y a la madre que los parió. Y digo esto, porque lo 1º que hace su amante esposa tras la boda es quitarse de en medio, laboralmente hablando, por aquello de la educación y cuidado de los hijos, tan tradicional ella. Encantada de que su maridito la retire del curro; su estupendo y lucrativo trabajo de empleada en una óptica.
Y en ese plan 25 años -a ver si ganas más dinero Juan, que no nos llega- hasta que sus retoños, bien criados y rollizos, alcanzan la categoría de JASP, Joven Aunque Sobradamente Preparado: ingeniero de telecomunicaciones o licenciado en administración de empresas, pongamos por caso. Es entonces, y sólo entonces, una vez que la arpía ve satisfechas sus necesidades proteicas y las de sus hijos –y a su partenaire poco apto ya para otros menesteres lúdicos– cuando un buen día, inesperadamente, le dice que se acabó el carbón. Que ha hablado con una abogada y que se divorcia. O sea, que se queda con la casa, con el coche y con sus hijos; y que, además, quiere la mitad de su sueldo. Y si el infeliz y aturdido Juan, que no acaba de creerse lo que le está pasando, intenta replicar, no duda en amenazarlo: «Pues te vas a enterar lo mala que soy» -dice la víbora-. Y le pone una denuncia por maltrato psicológico.
El resultado lo pueden imaginar. Aplicado el protocolo policial de la ley de ‘violencia de género’, Juan es inmediatamente detenido. Y sin necesidad de ninguna prueba, sin juez ni juicio, lo encierran en un calabozo hasta 3 días. Lo fichan, le toman muestras de ADN y lo registran en una base de datos de ‘maltratadores’. Luego, el juicio sumarísimo en un juzgado de Violencia contra la Mujer. Como un criminal.
Afortunadamente Juan es absuelto, pero no sale indemne. En el posterior procedimiento de divorcio -3 años de angustia- pierde sus hijos, la custodia compartida de su hija pequeña, su casa, sus cosas personales y hasta el perro. Todo. Menos mal que conserva su trabajo y una salud quebrada. Con todo, lo más injusto, lo más incomprensible y lo que más le irrita –aparte de la obligación de pagar una pensión de alimentos a sus retoños JASP hasta que encuentren trabajo- es la decisión judicial de tener que pagar, hasta que la muerte los separe, una pensión compensatoria a su ex mujer. Por los servicios prestados, oiga. Por el ‘desequilibrio económico’ ocasionado por un divorcio que él no ha querido, ni buscado. Alucinante.
En fin. Claro que el "rien ne va plus" de este surrealista panorama judicial llega cuando Juan se entera de lo de la pensión de viudedad. Que sus 40 años de cotización a la seguridad social servirán para que, cuando él la palme, su ex mujer, si vive, se convierta en su desconsolada ‘viuda’ y perciba una pensión vitalicia -otra- de viudedad, ésta con cargo a los presupuestos generales del Estado. Por encima de los derechos de una 2ª esposa, si la hubiera. ¿Qué no se lo creen? Pues es lo que hay.
Para que luego nos vengan con lo de la bajísima tasa de natalidad en España y con que la gente ya no se casa. O sea.
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