Raúl Martínez Solares, 29 de mayo de 2019
El divorcio probablemente se remonta a la misma época que el matrimonio. Yo creo, sin embargo, que el matrimonio es algunas semanas más antiguo.
Prácticamente en todas las sociedades modernas se ha presentado un fenómeno de crecimiento de la tasa de divorcios y de disminución de los matrimonios.
En México, de acuerdo con información del Inegi publicada en los 1º meses del año, los matrimonios se han reducido en poco menos de 10% en los últimos años. Pasando de registrarse 567,000 matrimonios en el 2010 a 526,000 en el 2017. Lo anterior resulta doblemente significativo si consideramos que ha aumentado el porcentaje de personas que empieza a colocarse en grupos de edad donde potencialmente podría casarse. Ello, como resultado de que las últimas generaciones grandes de la pirámide poblacional del país están entrando en edades de matrimonio.
Simultáneamente, la tasa de divorcios ha mostrado una tendencia contraria y creciente, pasando de tener 86,000 divorcios en el 2010 a más de 146,000 en el 2017. Ello implica, en una relación de divorcios por cada 100 matrimonios, que en el 2010 se presentaban 15.1 divorcios por cada 100 matrimonios, mientras que para el 2017 esta tasa se situó en 28.1 y seguramente para el 2019 se estará alcanzando el doble de la tasa del 2017.
También para el 2017, la edad promedio de divorcio de los hombres fue de 41 años y de mujeres de 38.4 años. Lo anterior implica que, en muchos casos, los matrimonios se disuelven cuando ya tienen la edad suficiente para haber procreado por lo menos un hijo.
Si bien no existen en México estudios específicos que analicen con profundidad el impacto de los cambios del estatus de las relaciones matrimoniales en la educación futura de los hijos, en el estudio “Understanding the Mechanisms of Parental Divorce Effects on Child’s Higher Education”, de Chen, Fan y Liu, se hace referencia a una investigación realizada en Taiwán, para comprender el efecto que tienen los divorcios en la educación superior de los hijos.
No se trata en este sentido de juzgar el crecimiento de los divorcios desde una perspectiva moral. De lo que se trata aquí es de entender si este crecimiento en los patrones de divorcio tiene un acto específico en la posibilidad de que los niños tengan una educación superior en relación con aquellos matrimonios que permanecen unidos.
Las conclusiones del estudio señalan que el divorcio genera una reducción del ingreso promedio de los hogares, y típicamente es mayor del lado del hogar dividido en el que permanecen los hijos.
Necesariamente implica que los recursos disponibles para apoyar los gastos relacionados con la educación disminuyan.
En el estudio se encontró que, cuando el divorcio se presenta cuando los niños se encuentran en edades entre los 13 y 18 años, hay una disminución de 10.6% en la probabilidad de que los niños ingresen a la universidad cuando alcancen 18 años.
El estudio encontró también que, incluso de manera más pronunciada que los efectos económicos, existe una serie de mecanismos no económicos, tales como efectos psicológicos, que pueden incidir con mayor fuerza en la posibilidad de acudir a la universidad. El efecto es mayor entre menor sea la edad del niño (dentro de los rangos de edad señalados).
En México, la tasa de divorcios ha aumentado también en segmentos de edad que antes se consideraban de alguna manera protegidos contra este fenómeno, por ejemplo, en rangos de edades de mujeres mayores de 50 años.
Sin embargo, el incremento de la tasa de divorcio en ese segmento de edad genera también efectos negativos, pero ya no sólo para los hijos, sino específicamente para el bienestar económico de las mujeres que se divorcian a esa edad.
Dado que estas tendencias están presentes a lo largo del mundo, más que pensar desde una perspectiva moral o de valores acerca de cuál es el origen de esta tendencia, conviene que las familias, si bien evidente-mente buscan permanecer unidas, contemplen establecer mecanismos de planeación que les permitan, en caso de que el matrimonio se disuelva, tener una mayor probabilidad de contar con los recursos para sufragar los costos de la educación superior de sus hijos, y, de la misma manera, que las mujeres, que de por sí reciben una presión adicional en el entorno laboral que limita su capacidad de acumulación de recursos para el retiro, planeen con anticipación construir los recursos para su vejez de manera individual, con independencia de su estatus marital.
Es fundamental, en este sentido, entender que, como señala un dicho estadounidense: “Hay que esperar lo mejor, pero prepararse para lo peor”. La planeación financiera invariablemente debe de considerar escenarios negativos extremos, para impedir que, en caso de que éstos se presenten, se altere de manera radical el futuro bienestar económico de las familias.
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