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TRIBUNA: EMINE SEVGI ÖZDAMAR : La mujer invisible
EMINE SEVGI ÖZDAMAR 12/02/1997
Una vez estaba en un bar de Berlín. Era un bar al que iban muchos directores de cine y actores. Era una noche de verano. Yo llevaba un vestido de tafetán azul. El vestido tenía un profundo escote. Me sentaba entre 2 turcos, muy buenos amigos míos, que me contaban historias que me hacían reír continuamente. Con tanta risa, nuestros taburetes oscilaban. Bebíamos vino tinto.
Yo tenía que tener cuidado de no caerme del taburete.
En el bar había también una chica de Berlín con un muchacho. Me miró y miró cómo reía.
-¿Eres turca?
-Sí.
-Yo vivo en el barrio turco y me gusta mucho, es muy animado, los cafés están abiertos toda la noche y los turcos son muy simpáticos. Sin embargo, sabes, hay algo que me da pena.
Sospeché de qué me iba a hablar: de los pañuelos.
Le pregunté: ¿Qué te da pena?
Me respondió: Las chicas turcas. Sabes, salen de casa de sus padres con un pañuelo en la cabeza, pero luego se lo quitan y lo meten en el bolso, y cuando vuelven a casa sacan otra vez su pañuelo. Es horrible, pobres chicas.
Yo le dije: ¿Lo has visto con tus propios ojos?
-No, pero siempre me dicen que las chicas turcas hacen eso. No quieren llevar pañuelo en la cabeza, pero sus familias las obligan. Vamos a fundar una asociación para ayudar a esas chicas.
Luego me miró profundamente a los ojos, lo que me gustó. Pensé en una cita de Marx. Marx dijo: "Los alemanes llegaron tarde para colonizar el mundo y por eso los intelectuales alemanes se dedican a partir el mundo en su cabeza con comentarios".
Como yo no decía nada, me preguntó si también yo salía de casa de mis padres con pañuelo y me lo quitaba en la calle. Me di cuenta de que no me veía. Sólo veía sus ideas sobre mí. Si no, habría visto el escote de mi vestido y el vaso que tenía delante, y no me habría hecho esa pregunta.
Le dije: Sí, yo también lo hago. Luego me lo tendré que poner otra vez.
Ella dijo: Es horrible que los hombres os opriman.
Yo dije: Sí, este chico de aquí es mi hermano.
-¿te pega?
-Todos los días.
Me dio su tarjeta de visita y me dijo:
-Llámame cuando vuelva a pegarte.
Cogí la tarjeta de visita, le dije "gracias", me volví a mis amigos y seguimos riéndonos de las historias que contaban.
La chica no dejaba de mirarme, me dio unos golpecitos disimulados en la espalda y me dijo:
-No te olvides de llamarme si tu hermano te vuelve a pegar.
Yo le dije: Sabes, mi hermano no sólo me pega, sino que también duerme conmigo.
Ella dijo: ¿Incesto, eh?
-Sí, dije yo.
-Algo así hemos sabido también..., y me dio otra de sus tarjetas de visita.
Me volví a mis amigos turcos y seguimos riéndonos.
La chica me miraba con mucha compasión y al cabo de un rato me dio pena de ella:
-Te he mentido. No tengo ningún pañuelo en el bolso, él no es mi hermano y ningún hombre me pega. Era una broma.
Cuando oyó la verdad se enfadó. Se puso colorada, me miró furiosa y ofendida, y me dijo:
-Has querido mostrarme que los alemanes tenemos demasiados prejuicios sobre las mujeres turcas, eso has querido probarme, ¿no?
Le conté la anécdota a un director de teatro muy, muy bueno. Se rió:
-Es exactamente lo que pasa con mis puestas en escena.
Escenifico una obra y, en el estreno, los espectadores se dejan arrastrar por ella. Se ven a sí mismos y aplauden a los actores hasta romperse las manos, y entonces salgo yo al escenario para hacer mi reverencia.
Al aparecer yo, los espectadores se dan cuenta de que todo era teatro y de que yo les he mostrado su realidad. Entonces se enfadan y me abuchean. Les pone furiosos darse cuenta de que alguien los ha calado: "iSólo era teatro! ¡Sólo era teatro!".
En 1968 yo era miembro del Partido de los Trabajadores de Turquía.
Muchas militantes se preguntaban si debíamos llevar pañuelo en la cabeza al hacer propaganda por, las aldeas a fin de ganar, campesinas para el Partido Socialista.
Las campesinas llevaban pañuelo, pero no les importaba nada que otras mujeres no lo llevaran. Pensaban que éramos maestras o médicas.
Era muy cómico pensar que, si llevábamos pañuelo en la cabeza como miembros del partido, otros seres humanos que también lo llevaban nos creerían más cuando habláramos del imperialismo norteamericano o de la guerra de Vietnam.
Normalmente, en Turquía llevaban pañuelo en la cabeza todas las mujeres de edad, cualquiera que fuera su clase, y ninguna hacía de ello una ideología ni un problema.
Las mujeres mayores llevaban sus pañuelos, iban al cine, fumaban, tomaban café y licores, y hojeaban revistas de modas.
Los pañuelos no eran nada ideologizado. Dicen que desde que existe el partido fundamentalista, los pañuelos de cabeza se han convertido en el uniforme habitual de las fundamentalistas: los pañuelos de cabeza se han ideologizado.
Un gran escritor turco me dijo:
"El partido fundamentalista ha conquistado a muchas mujeres. Trabajan para el partido, se cubren la cabeza con grandes pañuelos y, cuando se la han cubierto, pueden salir de casa e ir a la universidad, hacer carrera, quedarse en la calle el tiempo que quieran... Con los pañuelos han ganado su libertad".
Una socióloga, marxista, que entrevistó a mujeres fundamentalistas, opinaba también que los pañuelos de cabeza se han convertido para ellas en algo casi feminista.
Las que no llevan pañuelo tienen que quedarse en casa, pero si lo llevan pueden salir a la calle, estudiar y disfrutar de una emancipación casi feminista.
Este verano anduve por las calles de Estambul y vi con mucha frecuencia mujeres del partido fundamentalista.
Llevaban abrigos largos y elegantes y grandes pañuelos de cabeza. No se les veía nada del pelo. Muchas llevaban pañuelos blancos. Era muy cómico, porque parecía que aquellas mujeres estuvieran viviendo su "renacimiento".
Una fumaba por la calle un cigarrillo, otra llevaba un teléfono móvil y telefoneaba sin dejar de andar.
Otra acariciaba el rostro de su amigo o marido, y flirteaba con él por la calle principal de Estambul.
Hacían todo lo que hubiera podido hacer en la calle la cantante Madonna.
La diferencia era que ellas llevaban largos abrigos y grandes pañuelos. Sus pañuelos de cabeza y sus abrigos las hacían invisibles, pero el hecho de fumar o flirtear en la calle las volvía visibles. Estaban pensados para hacerlas invisibles, pero, cómicamente, aquellas mujeres los utilizaban para hacerse visibles.
En la historia de los otomanos y de la República de Atatürk siempre ha habido cuestiones de vestido. Todos los intentos de cambiar la sociedad o hacer una revolución pasaban siempre por el vestido femenino.
Antes de 1908, en los tranvías o barcos que transportaban mujeres había cortinillas corridas.
Las mujeres eran invisibles.
Los otomanos de orientación occidental, para occidentalizarse, quisieron hacer visibles a las mujeres.
Se abrieron salones y hubo revistas de modas, y las mujeres, veladas, fueron a clases de gimnasia.
Una vez, un sultán pro-occidental ordenó a las mujeres de su harén que llevaran corsé en la fiesta de la circuncisión, lo mismo que las europeas.
Con las reformas de Atatürk, el vestido y el comportamiento occidentales se convirtieron en parte de la ideología oficial del laicismo.
Llevar pañuelo al cuello, recortarse el bigote, ir al teatro, comer con tenedor, hacer gimnasia, ir hombres y mujeres del brazo, dar la mano, decir buenos días, bailar...
Cuando una muchacha quería entrar en un establecimiento en donde sólo había hombres, podía hacerlo si tenía permiso de su padre.
Y los padres concedían ese permiso, porque el trabajo que hacía visible a la mujer significaba hacer progresar a Turquía, occidentalizarla.
Padres y maridos apoyaban la visibilidad de la mujer, y había un feminismo atatürkico.
Sin embargo, ese feminismo se desarrollaba en una sociedad musulmana, y por eso las muchachas, a las que sus padres y maridos -y Atatürk- habían hecho visibles con vestidos modernos, estudios, bailes y gimnasia, tenían que probar también en sus escuelas o lugares de trabajo que eran mujeres muy honestas y no fácilmente accesibles a los hombres.
Los valores de la mujer eran la seriedad, sencillez, conciencia de su misión nacional y amabilidad. Las mujeres habían arrojado el velo, pero habían velado su feminidad, haciéndola invisible.
Por eso, cuando un extraño hablaba en la calle a una mujer la llamaba hermana. "Hermana, ¿qué hora es?". O: "Tía, ¿dónde está la parada de autobús?". Hermana, tía, cuñada, madre...
Así hablaban los hombres a las mujeres extrañas y las mujeres los llamaban hermano, padre o tío. Se establecía una frontera de parentesco y se imponía una prohibición entre los distintos sexos, a fin de que no pudieran verse individualmente como hombre y mujer.
Muchos hombres de izquierdas no llamaban a las mujeres hermana ni tía, sino "amigo".
Este verano oí en Estambul en la calle a una fundamentalista que preguntaba a un extraño: "Hermano musulmán, ¿qué hora es?".
El hombre debía de ser de izquierdas, porque le respondió:
"Las 3 menos 20, amigo". Esas palabras, "hermano musulmán" y "amigo", que pertenecían a ideologías diferentes, eran casi mágicas. Me pregunté si esas 2 personas se hubieran atrevido a hablarse siquiera en la calle de no existir esas palabras.
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