viernes, 9 de abril de 2010

Desigualdad ante la ley

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Desigualdad ante la ley

09 Abr 2010. Augusto Klappenbach.Periodista y escritor.
En los últimos tiempos la judicatura produce escenas dignas de los esperpentos de Valle- Inclán.
Ya no se trata solamente de disparates sentenciados por jueces desconocidos sino de situaciones patéticas que tienen su origen en las más altas instancias judiciales.
Un juez que debe sentarse en el banquillo de los acusados mientras el presunto delincuente se convierte en ofendido acusador, herederos de los golpistas de la Guerra Civil que denuncian a quien se atreve a remover las tumbas que llenaron sus antepasados.
De todo esto se ha hablado mucho.

Pero se habla menos de algunos procedimientos que forman parte desde hace siglos de casi todos los sistemas jurídicos del mundo y que, me parece, entran en contradicción con aquella “igualdad de los ciudadanos ante la ley” que constituye el principio fundamental de todo Estado de derecho y que nuestra Constitución reconoce expresamente en su artículo 14, aunque la limita a los españoles.

No pretendo afirmar en lo que sigue que algunos procedimientos que me parecen contrarios al principio de igualdad sean inconstitucionales; a la Constitución hay que pedirle lo que puede ofrecer y no sea que por pedirle demasiado desvaloricemos sus aportes, limitados pero importantes.
Pero, así como Clemenceau decía que la guerra era demasiado importante para dejársela a los generales, creo que la justicia –o mejor la política judicial– importa demasiado como para confiarla en exclusiva a jueces y abogados. Algo tendremos que decir quienes desconocemos sus tecnicismos pero vivimos en su mismo mundo.

La institución de la fianza, por ejemplo, implica que la permanencia en prisión preventiva de un acusado o su libertad provisional depende de las posibilidades económicas de que disponga. Y no se trata de un asunto cuyas consecuencias sean puramente administrativas: la estancia en prisión provoca un sufrimiento importante, que en muchos casos puede producir problemas psicológicos serios, ya que muchos acusados a la espera de juicio pueden pasar años detenidos.

Se dirá que el juez determina la fianza de acuerdo a la situación económica y social del procesado. Pero las cárceles están llenas de presos que no tienen posibilidades de pagar fianza alguna y cuyos delitos son en muchos casos menos graves que los de aquellos que pueden pagarlas.
Estos últimos esperan el juicio cómodamente en sus casas mientras que los primeros se ven obligados a convivir con delincuentes el tiempo que tarde en verse su causa, que no suele ser precisamente escaso.

Pero hay más.
La misma existencia de una abogacía privada introduce una distorsión aún más importante en el principio de igualdad ante la ley.
¿Alguien puede pensar que tiene iguales posibilidades en un juicio un inmigrante que debe recurrir a un abogado de oficio, cargado de trabajo y mal pagado, que un ciudadano que contrata un prestigioso –y carísimo– despacho de abogados?

¿Qué significa en estos casos “igualdad ante la ley”?
Esa igualdad queda reducida a una acepción abstracta del término, es decir, a una interpretación en la que las diferencias prácticas se eliminan y sólo se consideran los aspectos formales del lenguaje jurídico del cual se han extraído (abstraído) aquellos elementos concretos que son decisivos para la aplicación de la justicia.
En otras palabras, la abstracción consiste en el artificio de separar la ley en sí misma (en la cual se reconoce la igualdad) de su aplicación práctica (donde esa igualdad no existe).

De modo que la aplicación concreta de la justicia –única justicia que le importa al ciudadano– termina dependiendo de las posibilidades económicas del acusado.
¿Sería imposible un sistema en el cual, al menos en el derecho penal, los abogados defensores fueran funcionarios como lo son los fiscales y atendieran indistintamente los casos que se presenten?
Especializándose, por supuesto, en las diversas ramas del derecho penal, como ya sucede en la actualidad.
Y haciendo recaer las costas del juicio en la parte culpable, en caso de que pueda pagarlas, como también sucede hoy.

Serían probablemente más complejas las reformas necesarias en otros campos del derecho, como el civil, laboral y fiscal, por ejemplo, en los que no se trata de delitos ni se decide sobre la libertad de las personas.
El derecho penal, por el contrario, se ocupa de derechos fundamentales, como el derecho a la libertad, en los cuales deberían evitarse con especial cuidado las desigualdades que provienen de situaciones sociales y económicas distintas.

Es evidente que esta democratización de la justicia no eliminaría todas las desigualdades y discriminaciones, ni siquiera aquellas que dependen del nivel económico y cultural de los acusados.
Ninguna ley es capaz de superar las arbitrariedades y prejuicios que existen en el ámbito jurídico como en cualquier otro, y ya se cuidarían algunos presuntos culpables de conseguir los medios de evadir la justicia que sus medios económicos les permitan.

Pero, al menos en la justicia penal, disminuiría la fuerte desigualdad de derechos que existe entre quienes pueden poner al servicio de su defensa importantes recursos económicos y humanos y aquellos que solo dependen de la buena voluntad de un abogado de oficio que en muchos casos ni siquiera ha tenido tiempo de estudiar en profundidad el caso que se le presenta.

Y además este sistema ayudaría a eliminar muchas triquiñuelas y dilaciones indebidas que utilizan algunos abogados defensores.
Tanto la institución de la fianza como la abogacía penal privada implican desigualdades que, si bien son habituales en el mundo en que vivimos, parecen especialmente inaceptables cuando se refieren al ámbito de la justicia y sobre todo cuando en ellas se decide sobre derechos fundamentales.

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