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Pasión por defender.
Por Javier Gómez de Liaño, abogado y magistrado excedente.
(EL MUNDO, 03/02/10):
A Ignacio Gordillo, bienvenido al gremio
Según datos del Consejo General de la Abogacía -censo del 12/02/09-, en España, distribuidos en 83 colegios, hay 159.295 abogados, de los cuales 120.691 son ejercientes.
Según otras fuentes, también dignas de crédito, en nuestro país la tasa de abogados por cada 1.000 habitantes es de 2,63, una de las más altas de Europa, sólo superada por Liechtenstein (3,55), Grecia (3,24), Italia (3,06) y Luxemburgo (2,75).
En Francia el porcentaje es de 0,73; en Portugal, de 1,19, y en Alemania, de 1,68.
A mí, estas cifras, aparte de recordarme al personaje de Baroja que en El Tablado de Arlequín dice a su hijo «como no vales para nada útil, hazte abogado», me plantean la duda de quién, de tantos, es de verdad abogado.
Hace ahora 8 años que ejerzo la profesión.
De esta breve pero viva experiencia, una de las mayores satisfacciones es la libertad con la que se puede actuar.
Creo que pocos sitios hay donde la libertad sea más completa que en un estrado.
«El abogado, de tejas abajo, no tiene otro señor que el Derecho», dijo Raymond Poincaré en el centenario del restablecimiento en Francia de la Orden de Abogados.
Pedir justicia en libertad, lo mismo que impartirla con independencia, quizá sea la obra más grandiosa del hombre, lo que no quita que sea consciente de que la figura del abogado despierta escasas simpatías en la opinión pública. Ni antes ni ahora.
En todos los tiempos, en prosa y en verso, abundan los improperios dirigidos a censurar y ridiculizar a los abogados.
Recordemos la descripción satírica que Quevedo hace de ellos:
«Bien frondoso de mejillas, revolviendo autores, sonora voz, eficaz gestos, con cuya corriente de palabras anegaba a los otros abogados».
O a Jovellanos, que dedicó este epigrama a los malos abogados:
«Se quejan mis clientes / de que pierden sus pleitos, pero en vano / A mí ¿qué se me da si siempre gano?».
O al mismísimo Angel Ganivet, cuya manía al foro era conocida, cuando en una de sus cartas a Navarro Ledesma escribe que antes que ejercer la abogacía pediría limosna.
Hoy, cuando se quiere compadecer a alguien que está desesperado con un procedimiento judicial, se dice, con tono fúnebre, que «el pobre está en manos de los abogados».
Una de las cuestiones que me planteo casi a diario es si la meta en este oficio es conseguir que gane el cliente o lograr que se haga Justicia.
No se me oculta que para el abogado el interés dominante es el de aquél a quien defiende.
Es más, estoy seguro de que si preguntamos a la gente, incluidos los no profanos en Derecho, la contestación unánime sería que para un abogado antes que la razón de la ley está la razón de su defendido y que lo está por encima de todo.
A la memoria me viene aquella sabrosa adivinanza que Colette Iver plantea en su novela Les Dames du Palais: «¿Iluminamos al tribunal o procuramos cegarle?
Mi respuesta es tajante. Si los abogados no tuviéramos más misión que convencer a los jueces de las excelencias de nuestros defendidos, el fin público de la Justicia más que servido, resultaría defraudado.
Admito que pueda estar equivocado, pero no tengo por buen abogado a aquél que logra vestir el delito con los ropajes de la inocencia o embrolla las cosas ante los jueces.
Cuando un abogado acepta una defensa, es porque estima, aunque sea erróneamente, que la pretensión de su defendido es justa. En tal supuesto, al triunfar el cliente triunfa la Justicia.
Es cierto que desde tiempo inmemorial la abogacía se concibe como una profesión al servicio del interés privado.
Sin embargo, según dice el gran jurista Piero Calamandrei en su ensayo Demasiados abogados, una obra que escribió en 1925 para denunciar la decadencia intelectual y moral de la abogacía italiana de la época, cuando la administración de Justicia sirve para ratificar la autoridad del Estado mediante la decisión de los jueces, la razón de ser del abogado está en defender al cliente y al Derecho.
De ahí que me parezca bien que el Estado regule la profesión.
«La abogacía es una profesión libre e independiente que presta un servicio a la sociedad en interés publico (…)», declara el artículo 1º del Estatuto General de la Abogacía.
Por eso, en su momento, di mi opinión favorable a la Ley 34/2006, de 30 de octubre, reguladora del acceso a la abogacía y a la procura, como ahora lo hago con el proyecto de Real Decreto que aprobará el Reglamento de aplicación, cuyo objetivo principal es garantizar la preparación en el ejercicio de la profesión y, de este modo, coadyuvar en el derecho de los ciudadanos a la tutela judicial efectiva.
El lema ha de ser el de «abogados, los justos y bien escogidos».
La presencia del abogado en el proceso ha de ser garantía de técnica y de probidad.
Me consta que para algunos lo verdaderamente importante en el abogado es el ingenio, aunque, por fortuna, no es así.
Reconozco el poder taumatúrgico de ciertos letrados que, además, generan buenas dosis de confianza en la parroquia, sobre todo en la recluida en prisión, pero hay casos en los que la abogacía es sinónimo de charlatanería, de apariencia sin ciencia, de retórica sin sustancia, de astucia sin justicia.
Este modelo de abogado en la Revolución francesa llegó a definirse como «personaje de lengua fácil y de conciencia aún más fácil».
Y es que si esas habilidades no se apoyan en una sólida base científica, aquel tipo de abogado, tarde o temprano, se caerá por el precipicio de la incompetencia, que es una situación que cabalga a lomos de la estafa y la indignidad.
Aparte de este peligro, la abogacía tiene otros riesgos cuya enumeración sería prolija.
El compañerismo, eso que a veces ayuda, también desilusiona; los contactos políticos, eso que a algunos tanto ilusiona, también esteriliza; la vanidad y la ambición, eso que a menudo y a bastantes, desgraciadamente, impulsa, a la larga detiene.
Lo digo con pena, pero el abogado, lo mismo que el juez, que brilla en cenáculos, plazas de toros, palcos de equipos de fútbol y otros páramos semejantes, olvida que para ser honorable en la profesión sobran máscaras ajenas.
No menor preocupación me produce lo que piensan algunos jueces, desgraciadamente en mayor número del deseado.
Hace tiempo que observo como para determinados miembros de la judicatura -también de la fiscalía- el abogado no es un colaborador en quien confiar, sino el enemigo del que hay que protegerse.
Parece como si aquella corriente tradicional de afectuosa relación entre unos y otros se hubiera acabado. Lástima.
Con la conciencia de ser ramas de un mismo árbol, los jueces, sobre todo los que ayer fueron abogados, y los abogados, sin excluir a los que anteayer fueron jueces y fiscales, deberían trabajar en perfecta armonía.
La respetabilidad de los defensores es determinante de que ningún juez piense en la posibilidad de ser engañado por un abogado.
En fin. Los romanos decían age quod agis.
La locución latina pudiera traducirse al español «lo que hagas hazlo bien» o, con mayor sencillez, «haz lo que debes». El fiscal Gordillo siempre despreció la injusticia.
Mi amigo y ya cofrade Ignacio Gordillo es un hombre que, aplicándose así mismo el age quod agis, como abogado hará lo que debe, sin permitirse el más leve titubeo.
Aunque nunca fui buen consejero, como estoy seguro de que aspira a ser un gran abogado, le diría que el oficio de defender al prójimo es muy duro y no siempre reconfortante y que, a veces, al hacer el cómputo de sus servidumbres, uno se alarma ante la vaciedad del esfuerzo.
Tanto que si no fuera por la fe casi ciega que algunos tenemos en la Justicia y en los tribunales que la administran, ante flagrantes injusticias, en un gesto de inútil desfallecimiento y pesimismo, lo que el cuerpo te pide es arrojar los códigos contra el suelo o tirar la toga por la ventana.
Sin embargo, al margen de esos duelos, quienes desean ser buenos abogados saben que el hombre necesita justicia y que se la pidan personas que hacen de la defensa de los derechos y libertades su razón de vivir.
OTROSÍ digo: El juez del caso Gürtel ha avalado las intervenciones de las conversaciones entre los abogados y sus clientes en prisión, decretadas, en su día, por su compañero el señor Garzón. A don Antonio Pedreira, que antes que juez fue abogado, le diría, con no pocos respetos, que se equivoca, que el día que los abogados sea reducidos, a fuerza de trabas, recelos e imputaciones, a una tropa servil de leguleyos, el nombre de la abogacía seguirá en los textos legales, pero su espíritu se habrá esfumado para siempre.
También rogaría a su señoría ilustrísima que se hiciera la eterna pregunta de ¿quis custodiet ipsos custodes? que el poeta Juvenal formuló hace siglos.
Y es que, con razón, la historia ha sido despiadada con quienes, desde el secreto y la oscuridad, de la trasgresión hicieron conveniencia.
Segundo otrosí digo: me dirijo al decano del Colegio de Abogados de Madrid por su parsimonia en el amparo de nuestros colegas del asunto al que antes me he referido.
Yo no llevo mucho en este oficio, pero si algo he aprendido de él es que si bien la abogacía es una profesión de solitarios, la defensa del derecho de defensa, cuando se ejerce con nobleza, es tarea que todos hemos de asumir juntos
Tercer otrosí digo: el otro día, la magistrada doña Ángela Murillo, presidenta del tribunal que juzga al ex portavoz de Batasuna Arnaldo Otegui, a la pregunta de su abogada de si su cliente, en huelga de hambre, «podía tomar agua», contestó: «Por mí como si toma vino».
Sé que la intervención de la señora juez ha despertado muchos aplausos.
No obstante, mesura hasta el cansancio es sabio consejo que puede leerse en el Arte de juzgar.
Es más fácil hablar con imprudencia que vencerla.
No se olvide que la lengua, cuando se mueve a destiempo, es traicionera hasta con su dueño.
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