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Ley de Violencia de Género: una reforma necesaria
JOSÉ MARÍA ASENCIO MELLADO.Martes 05 de enero de 2010
No es tan difícil, en pleno siglo XXI, en el que las estadísticas han avanzado considerablemente, realizar un estudio global, que atienda a todas las variables posibles, acerca de la aplicación de la ley de violencia de género.
La polémica suscitada ahora por el juez Serrano, revelando datos de archivos de denuncias que rozan el noventa por ciento de las formuladas, aunque posiblemente exagerada, no puede, ni debe, tacharse de falsa sin más explicaciones que esgrimir informes parciales que escogen elementos de estudio que no son susceptibles de proporcionar un resultado completo.
No me valen las conclusiones del Observatorio sobre la violencia de género, porque para conocer el grado de denuncias archivadas no son las acusaciones formuladas el elemento de análisis, sino el de denuncias deducidas en relación con las acusaciones y sentencias, ya que en el camino desde la denuncia hasta la sentencia bien pueden haberse archivado un buen número de ellas que, con un análisis parcial, quedan reducidas a la nada, a la inexistencia. Es fácil, muy fácil hacer un estudio completo.
Basta con tomar los datos de ingresos de denuncias en las comisarías y relacionarlas con las sentencias dictadas. El resultado expresará el porcentaje de las que se quedan en el camino.
Ese estudio no se ha hecho o no se conoce o, al menos, no ha visto la luz pública.
Hay datos, derivados indirectamente de estadísticas del propio Observatorio y publicitados por su misma presidenta, que permiten concluir que, no el 90, pero sí alrededor de un 60 % de las denuncias terminan en archivo o en absolución, de lo que se infiere que un 60 % de los hombres denunciados son sometidos al protocolo de la ley de violencia de género, tal vez a una orden de alejamiento, que marca con un cierto estigma y que luego la justicia les exime de toda responsabilidad.
Y soluciones hay o debe haber para evitar este elevado número de denuncias que no se materializan en una realidad condenatoria.
Que en todo tipo de delitos se den archivos o absoluciones no es justificación suficiente, ya que en este ámbito, por su especial sensibilidad, se producen efectos demoledores sobre las mujeres maltratadas, pero también sobre los hombres injustamente denunciados.
Y no hablo de falsedad, no tengo datos, pero, sí de una ley compleja y jurídicamente deficiente.
Y es que la propia filosofía de dicha ley, que se basa en una presunción general, que considera la violencia fruto de una posición de superioridad del hombre que trae consigo la necesaria protección especial de la mujer, permite un cierto abuso o exceso por parte de quienes quieran utilizar los recursos que la ley ofrece para fines distintos a los perseguidos.
La ley, por los principios que la informan, constituye un instrumento poderoso para luchar contra la violencia de género, pero, a la vez, por coherencia con su estructura desigual en el trato, aunque éste sea admisible, en un arma que puede ser utilizada por algunas mujeres y sus abogados de forma indebida.
Cuando la ley optó por un sistema que parte de una presunción general que califica como violencia de género toda la que se produce en el ámbito de la relación entre hombre y mujer, a su vez asumió los riesgos derivados de una norma de estas características automáticas. La especial protección implica, a su vez, la desigualdad del denunciado.
Y ahí radica el problema que no puede ser desatendido, ni minusvalorado.
Pero es más, la criminalización de todo tipo de conductas, incluso aquellas que proporcionalmente no merecen un reproche penal, como sucede en otros países, unido a que basta la mera admisión de une denuncia para acumular ante el juez de violencia el conflicto matrimonial, genera efectos perversos.
Con una denuncia por hechos no graves, se obtiene inmediatamente una orden de alejamiento, unos efectos que en el ámbito civil serían más lentos.
El archivo posterior de la denuncia no implica la pérdida de la competencia del juez de violencia que ya habrá acordado las medidas cautelares civiles.
Es claro, pues, que la ley autoriza su uso para fines diferentes cuando de actos no graves se trata, en los que la opción española, no universal, se ha mostrado excesivamente exagerada y no útil a los efectos de reprimir la violencia de género.
Tal vez habría que meditar acerca de la opción legislativa y aprender de otros países con más experiencia, máxime habida cuenta del gran número de archivos y absoluciones que se dan en España.
No se puede hablar de dogmas cuando en otros ordenamientos se actúa de forma diferente y con excelentes resultados o, al menos, no muy distintos de los obtenidos aquí.
Y tampoco de un sistema que acude al derecho penal como la panacea.
Esta visión no es compatible con los principios democráticos, se trate del problema que retrate.
Por último, la orden de alejamiento es una medida cautelar, sujeta a la proporcionalidad, de modo que acordarla ante hechos no graves es de dudosa admisibilidad cuando no aparece con claridad un riesgo evidente de reiteración que haya que prevenir.
Restringir las órdenes a los casos más graves evitaría efectos no deseables y, a la vez, la interposición de denuncias infundadas, especialmente porque se suprimiría un posible beneficio indebido donde no fuera necesaria la medida.
Cierto es que existe un interés digno de elogio en que se denuncien los hechos de violencia, que no pasan aún de una cuarta parte de los que se producen y que revelar datos como los del posible grado de fraude, puede servir de freno a la iniciativa de las mujeres.
Pero, también lo es que, si bien los maltratadores deben ser castigados, las mujeres que aprovechen los resortes de la ley para fines no compatibles con ella, han de experimentar una respuesta proporcional a su conducta. No hacerlo carece de justificación.
No cabe en un sistema democrático, para conseguir un fin loable aceptar daños colaterales o promoverlos, ya que, si se admite, se estará dañando la ley más allá de lo que creen sus más fervientes promotores.
Un problema no puede ser resuelto creando otro o aceptándolo como mal menor, pues toda lesión a un ser humano es rechazable y el fin no justifica los medios.
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