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Manuel Martín Ferrand / 15-IX-2008
"Menos mal hacen los delincuentes que un mal juez" (Francisco de Quevedo*).
En 1917, antes de ser por 3ª vez —llegaría a serlo 5 veces— presidente del Consejo de Ministros de España, Antonio Maura pronunció un discurso en la Real Academia de Jurisprudencia en el que dijo: "Es la última de las vilezas consentir que en una nación no haya justicia."
En aquellos días, Europa estaba en plena guerra mundial y España, como casi siempre, vivía tiempos de inestabilidad política y conflictividad social.
Así, mientras la Virgen se le aparecía en Fátima a 3 pastorcitos y la Policía francesa detenía a Mata Hary, Maura, que había sido famosísimo abogado antes de convertirse en eminente político liberal, ponía el dedo en la llaga del gran problema español.
90 años después, si tuviéramos en las cimas de la política algún personaje merecedor del respeto que obtuvo Maura en sus días, podría volver a repetir la misma frase.
La Justicia, en su fondo y en sus formas, sigue siendo el gran déficit de nuestra convivencia. También lo es la Educación; pero en este epígrafe, aunque hemos experimentado un retroceso cualitativo, su ampliación cuantitativa justifica el poder aceptar que algo hemos avanzado.
La ridícula sanción que la comisión disciplinaria del Consejo General del Poder Judicial acaba de imponerle al juez Rafael Tirado —¡1.500 euros de multa!— por haber tardado 2 años en encarcelar a Santiago del Valle, que en ese tiempo y presuntamente asesinó a la niña Mari Luz Cortés, enciende una de las muchas señales de alarma que ya parpadean, para nuestra congoja colectiva, en el ámbito de la administración de la Justicia.
¿Son los jueces quienes deben juzgar a los jueces?
No es una pregunta retórica. Es algo que, como evidencia de imperfección, está en el fondo de la organización del Estado.
Ya hemos señalado muchas veces que el felipismo se encargó de expulsar a patadas de nuestro tibio mandato constitucional al espíritu de Montesquieu.
La separación entre los 3 grandes poderes del Estado no es, aquí y ahora, ni una apariencia; pero cuando los jueces juzgan a los jueces se alarga más todavía el insoportable y único brazo del poder real, el del Ejecutivo.
En el mismo lote de sanciones en el que figura el juez Tirado hay otros jueces con multas de mayor cuantía por darle trato indebido a un subordinado y cuidar poco la higiene personal.
Y lo que es más grave: hay varios que, con faltas notables en su expediente, se libran de sanción alguna porque una sentencia del Supremo de hace un par de años establece un plazo de caducidad de sólo 6 meses para los expedientes del CGPJ.
Es evidente que Pedro Pacheco se quedó corto, muy corto, con lo del "cachondeo".
En un país en el que hay "Jueces para la Democracia", como si no fueran para la democracia los jueces restantes, y una "Asociación Profesional de la Magistratura", como dando a entender que quienes no pertenecen a ella son aficionados, todo es sospechoso.
4.200 doscientos jueces —muchos, aunque se digan pocos— conforman un panorama extenso e integran un colectivo que se juzga a sí mismo.
Hacen falta, y perdón por el juego de palabras, jueces que no sean jueces para poder juzgar a los jueces.
Ya en el XVII, Jean de La Bruyére, en Les Caracteres —el 1º gran best seller de las letras francesas—, nos decía que "El deber de los jueces es hacer justicia; su oficio, diferirla".
Como se ve, IV siglos no cunden nada... en materia de justicia.
También entonces los jueces juzgaban a los jueces.
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